26/03/2023 MÉXICO

Itxaso Dominguez, autor en United Explanations - Page 2 of 2

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Una de las consecuencias imprevistas del tan cacareado acuerdo entre Rusia y EE.UU para poner fin al impasse de las armas químicas utilizadas en Siria ha tenido sin embargo consecuencias inesperadas que afectan directamente a un actor clave que estos últimos meses trataba de mantenerse al margen: Israel. En efecto, la reacción inmediata del régimen de Assad, una vez admitido el error y prometida la enmienda (admitiendo por lo tanto la tenencia de ese tipo de armas), fue señalar con dedo acusatorio al eterno sospechoso habitual cuando se trata de armas de destrucción masiva en la región.


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Uno de los principales obstáculos que se erigen en el camino hacia la paz entre palestinos e israelíes es el dilema de los asentamientos israelíes, cuyos habitantes, los colonos, son en su gran mayoría familias que por centenares aceptaron trasladarse y crear una comunidad en colonias construidas en un territorio que, de acuerdo con la Resolución 181 adoptada en 1947 por la Asamblea General de Naciones Unidas y a textos posteriores, pertenece al (todavía utópico) Estado palestino.


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Uno de los principales obstáculos que se erigen en el camino hacia la paz entre palestinos e israelíes es el dilema de los asentamientos israelíes, cuyos habitantes, los colonos, son en su gran mayoría familias que por centenares aceptaron trasladarse y crear una comunidad en colonias construidas en un territorio que, de acuerdo con la Resolución 181 adoptada en 1947 por la Asamblea General de Naciones Unidas y a textos posteriores, pertenece al (todavía utópico) Estado palestino.


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La denominada “Revolución egipcia” representó una época de esperanza y entusiasmo para millones de habitantes del mayor y más poblado y, con frecuencia, también el que muchos consideran un modelo a escala del mundo árabe. Sin embargo, más de dos años después del levantamiento que derrocó a Hosni Mubarak, el país no ha conseguido aun recobrar la estabilidad y ya se ha aproximado peligrosamente al abismo en varias ocasiones. Y hoy por hoy la situación se perfila mas grave que nunca.

Durante los últimos meses, cientos de miles de personas se han echado a las calles con cierta regularidad, de nuevo enarbolando eslóganes contra lo que consideraban un régimen autoritario, esta vez en forma de gobierno dominado por islamistas encabezados por una figura polémica y opaca como es la de el ya ex Presidente Mohammed Morsi. Los Hermanos Musulmanes, organización clandestina duramente reprimida durante 84 años, no dudaron durante un año en echarse a sus espaldas no sólo el poder ejecutivo central, sino la totalidad de las instituciones (la última ronda de nombramientos así parecía apuntarlo), y la propia redefinición de la identidad egipcia como exclusivamente musulmana, principalmente como consecuencia de décadas acumulando una insaciable sed de poder. Ya en 2011, los peores temores de muchos liberales giraban en torno a la posibilidad de que el apoyo tardío de la Hermandad a las protestas y a la posterior transición democrática fuese sólo un paso en su planeado camino hacia el control total del país, y es por ello que consideran que su enfrentamiento con ellos se ha convertido en una lucha por la democracia en sí misma. Una democracia en la que muchos se escudan para justificar lo que objetivamente parece difícil definir como algo diferente a un golpe militar. Golpe militar que, al fin y al cabo, también en su momento llevo al destronamiento del rais Mubarak.

Tamarrud: la rebelión egipcia

Al contrario de las protestas de 2011, en gran medida impulsadas por la “generación Facebook” y por el grupo online “We are all Khaled Said”, todo comenzó con un papel y un bolígrafo. El “Movimiento Tamarrud” (rebelión en árabe) dio sus primeros pasos hace apróximadamente dos meses, gracias a los esfuerzos de varios miembros, de la alarmantemente desunida y heterogénea oposición egipcia, en este caso pertenecientes al Movimiento Kefaya. La idea era poner en marcha una campaña con el objetivo de recoger tantas firmas como fuera posible exigiendo la interposición de una moción de censura contra el Presidente Morsi. En un principio, la campaña se presentaba en términos extremadamente simples y su público objetivo eran los ciudadanos de a pie, pero poco a poco comenzó a ganar impulso gracias al apoyo prestado por personalidades, partidos políticos y otras destacadas instituciones dentro de la sociedad egipcia.

Flickr Jonthan RashadEl gran pecado de los islamistas fue, en el marco de una política cada vez más divisiva e incluso agresiva, desestimar reiteradamente la validez de éste y otros movimientos similares, así como cualquier crítica contra ellos dirigida, escudándose en el sempiterno argumento de la legitimidad, ante la cual unos revolucionarios incapaces de ganar en las urnas recurren a la movilización en las calles con el único fin de perturbar el normal funcionamiento de la política. Esa es precisamente la razón por la cual la campaña pretendía reunir un mínimo de 15 millones de firmas, un número que superaba en dos millones el número de votos que Morsi obtuvo en la segunda ronda de la última elección presidencial.

El Movimiento, de hecho, afirma haber reunido más de 22 millones de firmas. El 30 de junio fue la fecha prevista para la culminación de la campaña, ya que para entonces habría pasado un año exacto desde que Morsi ascendió al poder como el primer presidente civil elegido democráticamente. A tal efecto, la campaña se vio coronada con manifestaciones masivas a lo largo y ancho del país, manifestaciones descritas como las mayores en numero en la historia del mundo árabe, llegando a barajarse incluso la cifra de los 33 millones. La mayoría de las manifestaciones prometieron ocupar las calles hasta que el Presidente abandonara su cargo.

No puede negarse que el éxito de la campaña representa una clara muestra de lo que la mayoría del pueblo egipcio está atravesando estos últimos meses. Entre los firmantes y manifestantes había personas que no habían salido antes a la calle, pero que al mismo tiempo no estaban satisfechos con un gobierno islamista incapaz de garantizar aquella estabilidad que en un principio se erigía como la principal preocupación en época de elecciones y, más grave aún, incapaz de representarles. Egipto se enfrenta en la actualidad a una larga batería de problemas de gravedad no desdeñable, y las perspectivas no son optimistas.

Mucha gente esperaba que la situación mejorase después de la revolución, y los egipcios de a pie (se estima que un 40% son iletrados), apenas comprenden la relación entre un buen gobierno y el deterioro de su calidad de vida. Warren Buffet dijo una vez que “se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla”.

La popularidad de los Hermanos Musulmanes fue cayendo en picado a lo largo de los últimos doce meses. Muchas personas se sentían decepcionadas, y tanto la campaña Tamarrud como todas las fuerzas que a ella se fueron uniendo se alimentaron de ese desencanto. La duda que aún flota en el aire es la siguiente, ¿todos los que firmaron la petición estaban contra el Gobierno de Morsi, o simplemente estaban hartos de la terrible situación en la que el país se encuentra desde hace meses, e incluso años?

El argumento principal de los millones de manifestantes reposaba en que, a pesar de que fue elegido democráticamente, “a Morsi no se le dio un cheque en blanco”. Y tal lógica se hizo aplastante tras el controvertido decreto presidencial que en noviembre convulsionó el país de los faraones. El país, que ya estaba increíblemente polarizado después tanto de las elecciones legislativas como de las elecciones presidenciales, se volvió a plantar al borde del precipicio, y la controvertida aprobación de una aun más controvertida Constitución no hizo nada para calmar los ánimos. Tomar la calle se convirtió para muchos en la única opción viable para mostrar su desacuerdo ante la letanía de bizantinos debates sobre la legalidad del proceso de transición. El movimiento insufló ánimos e ilusión a la estancada escena política del país, que hoy por hoy parece revivir el espíritu de la revuelta que derrocó a Mubarak hace más de dos años. En aquel momento, uno de los logros más importantes de la Revolución fue la sensación de empoderamiento que muchos egipcios antes desconocían, hoy libres para expresar sus puntos de vista y denunciar públicamente las malas acciones de las autoridades.

El Ejército egipcio: ¿representante del pueblo?

Flick Jonathan RashadLo primero que hay que tener en cuenta es el rol incomparable que durante décadas ha jugado el Ejercito en Egipto. Un ejército que desde el golpe de los “oficiales libres” ha dominado las más altas esferas del poder y, sobre todo, la actividad económica, de la cual se estima que aún sigue controlando un 40%. Un ejército que siempre ha mostrado una imagen cercana al pueblo y del que, gracias a la institución del servicio militar obligatorio, muchos egipcios se sienten parte. Un ejército que al decidir no disparar sobre los manifestantes en 2011 y al convencer a Mubarak de que su momento había llegado, se erigió paradójicamente como garante de una revolución. No obstante, es necesario recordar que el ejército ya se aferró al poder durante más de un año desde el derrocamiento de Mubarak hasta que finalmente decidiera convocar las elecciones, así como los juicios militares, las represiones violentas, el acoso a la sociedad civil y a entidades extranjeras…Al igual que pocos olvidan el papel que el ejercito cumplió antes del cambio de tercio.

Los militares eran conscientes de la legitimidad que habían perdido. Una legitimadad recobrada a medida que Morsi y su gobierno cometían errores injustificables. Una legitimidad otorgada en bandeja de plata por 33 millones de personas. El ministro de Defensa Al Sissi fue muy claro cuando advirtió que no se detendrían si veían que el país era arrastrado al abismo. Dio 48 horas a los Hermanos Musulmanes para evaluar la situación, reaccionar y tal vez aceptar una elegante retirada. Lo que en cierto modo hicieron, ya que Morsi y su equipo presentaron una oferta bastante sensata, antes de que agotara el plazo. Pero ya era demasiado tarde, el Ejército no podía renunciar a esas alturas, el Ejército ya había tomado la decisión de intervenir. Ello hubiese quizás enfurecido aún más a las masas y manchado una inmaculada imagen cuidadosamente construida.

Durante meses, los generales han sabido poner poniendo en obra su plan: mantenerse apartados de la escena política, evitar pronunciarse sobre la política del gobierno, guardar silencio durante los momentos más importantes a la espera de que la población exigiera su intercesión, posicionándose en silencio tras las principales reclamaciones de la oposición, etiquetar sus decisiones como “esfuerzos de reconciliación nacional” y, como golpe final, han negado que su intervención sea un golpe de Estado. El pasado miércoles, con todos los ojos fijos en él, Al-Sissi repitió que los militares no tienen ningún interés en la política, y que la decisión de expulsar a Morsi venia justificado por haber incumplido este “la esperanza de un consenso nacional”. A pesar de las relaciones cordiales entre ambas facciones y la posición ventajosa que la Constitución otorgaba al Ejército, el acuerdo tácito entre las dos fuerzas tenía como único fin restaurar el orden en un país profundamente inestable y dividido.

El golpe de estado militar, ¿la única solución?

Muchos se preguntaran aún si no hubo una alternativa y la respuesta parece clara ante este tipo de escenario de lo que se podría llamar “política maniqueista” y dividiva hasta el extremo. En primer lugar, después de febrero de 2011, los revolucionarios vieron el empoderamiento de los Hermanos Musulmanos como un secuestro de su revolución, y su frustración creció día a día. El Decreto de Noviembre fue la gota que colmó el vaso: la vía política no era ya una opción. El creciente autoritarismo de la Hermandad no ayudó en lo más mínimo: según Nathan Brown, “Morsi y la Hermandad cometieron casi todos los errores imaginables, incluyendo algunos (como acaparar el poder político demasiado rápido o no construir coaliciones), que habían prometieron saber lo suficiente como para evitar”. Una oposición incapaz tanto de acordar una agenda coherente para el cambio como de representar una amenaza real para los islamistas. Y luego destacan los restos del antiguo régimen (los “feloul”), que tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en la que su candidato a punto estuvo de vencer a Morsi, se sentían un tanto legitimados para no abandonar la carrera. Cada actor decidió recurrir a una política de clanes. Pero 2011 ayudó a abrir unae tapa que se habían ido erigiendo desde 1950 (o incluso desde siempre), y el derrocamiento de Mubarak convenció a miles de egipcios de que no estaban condenados a permanecer en silencio frente a la mala gobernanza, y que a partir de ahora iban a poder exigir responsabilidad a sus líderes. Fue y sigue siendo la principal ganancia de la Revolución. Pero es también un arma de doble filo, ya que conduce a que jóvenes que nunca han experimentado la democracia a creer que tienen el derecho de derrocar a cualquier autoridad que no sea de su gusto, a que algunos consideren que no merece la pena invertir en un proceso pacífico y democrático.

Perspectivas de futuro tras el golpe

Tras el golpe, destaca como asunto preocupante lo que ahora pueda ocurrir a los Hermanos, ahora que una caza de brujas parece haber sido declarada. Si esta vez la transición desea producir resultados positivos, debería basarse en un enfoque verdaderamente inclusivo y debe, sobre todo, incluir en el proceso a la Hermandad Musulmana, junto con otros islamistas.

Antes y después del 30 de junio todas las partes hablaron sobre sangre y mártires. Enviar a los islamistas un mensaje según el cual no tienen cabida en el orden político aumenta sin duda sus temores de ser de nuevo sometidos a una sangrienta represión. Esto avivará la resistencia violenta por parte de los seguidores de Morsi, como muestran los acontecimientos que están teniendo lugar estos días. Después de todo, la Hermandad Musulmana ha sido un pilar en la política egipcia durante décadas. A ello se ha añadido un victimismo profundamente inserto en la psicología de la Hermandad. Como señala Kristina Kausch: “una lección que Egipto aprendió el año pasado es que la inclusividad es una condición previa para cualquier política democrática”.

Flickr UN Arab WomenLo que salta a la vista es que Egipto va a perder aún más tiempo absorto en un torbellino de luchas internas, tomado como rehén por una intoxicación de poder y un cierto grado de paranoia por parte de la Hermandad, y por la ausencia de una estrategia efectiva en lo que a la oposición respecta. Para empeorar las cosas, la división ideológica no parece sino estar continuamente profundizándose. La Hermandad pudo haber fracasado, pero su fracaso no era de su única cosecha, ya que también se debía a la falta de cooperación de muchas instituciones cuyo apoyo es vital y esencial para el funcionamiento de un Estado. La única cosa que realmente puede salvar la democracia en Egipto es la propia democracia: la oposición debería proponer alternativas políticas coherentes y hacer creer que son capaces de tomar el poder a través de elecciones, la Hermandad, una vez incluida de nuevo en el proceso político, tiene que reformarse y abrir el camino hacia una democracia más inclusiva. No hay necesidad de reactivar la revolución, sino de inventar un proceso político sostenible. Esto no era una revolución, sino la continuación de una revolución sin terminar. Maquiavelo dijo una vez: “no hay nada más difícil de controlar, más peligrosa de conducir, o más incierta en su éxito que tomar la iniciativa en el establecimiento de un nuevo orden de cosas”. Un último apunte: durante 30 meses, la población egipcia ha mostrado al mundo que no está dispuesta a permitir que nadie, ya sea civil o militar, se aproveche de su revolución. Nervana brillantemente así lo expresa: “en 2011, Egipto se comprometió a volver a Tahrir si sus políticos le defraudaba, y cumplió esa promesa – y con estilo – el 30 de junio. No tengo ninguna duda de que se levantarán de nuevo, y de nuevo, si el ejército o alguien se atreven a debilitarla su dignidad o a mancillar su sueño “.

Ésta es una explicación sin ánimo de lucro


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Los últimos meses han sido testigos de rumores cada vez mas intensos en torno a la presencia de combatientes de Hezbollah sobre el terreno, luchando junto al ejército de Assad, en particular en las aldeas chiís a lo largo de la frontera entre Siria y Líbano. Las sospechas se vieron confirmadas durante un discurso televisado a finales del mes de abril, en el que el líder de la organización libanesa, Hassan Nasrallah, proclamó que los miembros de la misma están preparados para proteger al régimen sirio.


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Resulta extremadamente difícil, hoy en día, encontrar a alguien sobre la faz de la tierra que se atreva a afirmar que la guerra en Siria aún no ha estallado. En ocasiones se habla de conflicto, a veces se utiliza el termino “lucha armada”. Eufemismos a un lado, parece hoy indudable que lo que comenzó como un mero levantamiento de una gran mayoría de la población que públicamente demandaba mayores libertades y derechos y, sobre todo, la posibilidad de participar en la configuración de su país hasta el momento dominada por una monolítica elite (en un principio, el objetivo no era derrocar el régimen autoritario de Assad), ha ido progresivamente tomando tintes de conflicto sectarios, con características tanto religiosas como incluso étnicas. Hace ya tres décadas, el propio padre de Bashar Al-Assad, aun a costa de miles de muertos y millones de familias devastadas, sofocó una rebelión que estalló en Hama, en teoría liderada por los Hermanos Musulmanes, sin que el asunto adoptara mayores dimensiones. La cruenta represión con la que Hafez Al-Assad reprimió en 1982 a los islamistas ha sido uno de los factores por lo que la población ha permanecido aletargada y conformista. Esta vez, sin embargo, el hartazgo, la rabia y el odio parecen más profundos y extendidos a lo largo y ancho de la población, avivando una reacción espontánea impulsada por los vientos optimistas de la Primavera Árabe. El conflicto se intensifica día tras día, el número oficial de muertos roza la escalofriante cifra de 80.000, y el régimen sirio parece aún en disposición de aguantar y mantenerse en el poder por mucho más tiempo. ¿Cuáles son los motivos que explican tal fuerza y resiliencia?

El componente sectario

En primer lugar, el régimen de Assad se ve enormemente fortalecido por el mismo sectarianismo al que hace recurso para legitimar sus acciones. Un sectaranismo reflejado sobre todo en la composición del ejército y de las altas esferas del régimen, puesto en pie y desarrollado por Hafez Al-Assad y algunos de los aliados baathistas que tomaron el poder hace más de cincuenta años. El padre de Bashar era inteligente y calculador, y sobre todo estaba perfectamente al tanto de la situación social y la arquitectura del país que él y su progenie gobernarían durante décadas. El autoritario líder decidió seguir un plan que previamente habían utilizado los gobernantes de las metrópolis, tanto en Oriente Medio como en África: el sistema de “divide y vencerás” que, sin embargo y entre otras cosas, exige del líder grandes dosis de inclemencia.

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Nuestra revolución es pacífica. Ni sectarianismo, ni vandalismo. Igualdad, libertad, justicia…

Siria es, al igual que el Líbano e Iraq, y todo Oriente Medio, un país en parte definido por su heterogeneidad, un territorio dividido no sólo en diferentes regiones como es el caso de Kurdistán en el norte, sino, sobre todo, en el que habita una población compuesta por personas con diversos orígenes étnicos. Siria nació con el Acuerdo Sykes-Picott en 1916 entre Francia y Reino Unido, un texto hoy día puesto por primera vez en entredicho por el propio conflicto sirio, así como el riesgo de contagio del mismo al resto de la región. En Siria, Francia como imperio colonialista, se encargó de impulsar el ascenso al poder de la minoría alauita a la que los Assad pertenecen, facilitando que estos sirvieran en el ejército y ocuparan rangos destacados, para erigirlos así como contrapeso a la mayoría suní y facilitar el gobierno de la colonia desde París. Esto, a su vez, permitió a los alauitas tomar el poder bajo el ala del Partido Baath, que llegó al poder tras el golpe de Estado de 1963 que en su momento derrocó una democracia profundamente inestable (una democracia que la mayoría de sirios parecen hoy querer de vuelta, siguiendo las reglas que ellos mismos impongan). Resulta interesante observar que los alauitas no fueron quienes en un primer momento tomaron las riendas del partido Baath. El partido secular fue de hecho co-fundado por una personalidad sunita, Salah al-Din al-Bitar. En 1966, sin embargo, un nuevo golpe de Estado organizado por los alauí.

El mero hecho de que los rangos más altos del ejército estén casi en exclusiva ocupados por las autoridades alauítas se erige como una razón por la cual los militares no muestran, en general, ningún tipo de reparo al aplastar cualquier forma de disidencia. No lo hicieron tampoco en 1982, cuando la terrible masacre de Hama tuvo lugar. En este sentido, muchos se preguntan por qué las “revoluciones” triunfaron en Egipto y Túnez, pero no sin embargo en los casos de Siria y Bahrein. Y una de las respuestas es dura, pero simple: estos soldados no tienen escrúpulos a la hora de matar y lanzar ataques a gran escala contra la población siria. El ejército sirio no se detiene en la mera represión, como hicieran Mubarak y Ben Ali. Hace ya tiempo que decidieron recurrir a verdaderos métodos de guerra e incluso, tal y como confirmó recientemente Le Monde, al uso de armas químicas. Y ello es así porque, en la realidad, no asesinan a sus hermanos, sino a peligrosos terroristas/elementos rebeldes que están poniendo en peligro la existencia misma de la sociedad siria. Precisamente al mismo dilema hubo de enfrentarse Libia antes del éxito de su revolución. La intervención internacional en virtud de la Resolución 1973 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas fue, para muchos, la causa principal por la que porciones mayores de la población libia no fueran impunemente degollados.

Este problema sectario se ve agravado por el hecho de que Assad cuenta con varios familiares tanto en la jerarquía superior del ejército como en los servicios de seguridad, a diferencia de lo que ocurriera con el anterior “faraón egipcio” y similares. El hermano de Assad, Maher es el número uno del ejército, su medio hermano Hafez Makhlouf (asesinado el pasado verano) era jefe de la rama interna de la Dirección General de Seguridad, su primo hermano Dhu al-Himma Shalish es jefe de la seguridad del Presidente, y así sucesivamente. Esta estructura clientelista dificulta enormemente la posibilidad de que éstos individuos sacrifiquen a su Presidente y pariente para salvar el sistema: él fue quien facilitó su bienestar y prestigio social, a quien en realidad le deben todo. O se quedan con Assad o caen con él.

Oficiales alauís dominan por lo tanto las altas esferas del ejército sirio, pero ¿qué ocurre con el resto de efectivos parte de las fuerzas armadas? La mayoría de los soldados sirios son en realidad de origen sunita. La cuestión que por consecuente giraría en la mente de todos sería: ¿por qué no han desertado todos ellos, antes que verse obligados a matar a sus propios compatriotas? Esto también tiene una explicación. Más bien dos. Por un lado es de destacar el miedo que muchos de ellos sienten, dado que el régimen mantiene a las familias de muchos de ellos como rehenes de facto. Todos ellos son conscientes de que su deserción equivaldría a la muerte de sus seres queridos. En la mayoría de casos, únicamente aquellos que tienen suerte y son lo suficientemente ricos como como para garantizar que sus familiares puedan huir del país están dispuestos a desertar del ejército. Por otro lado, y esto es algo que no muchos medios de comunicación mencionan, casi el 60% del ejército sirio permanece en los barracones, ya que el régimen es consciente del peligro que supone el permitirles luchar en el campo de batalla.

Los otros apoyos

También habría de tenerse en cuenta la postura del resto de las minorías que conforman la población del país árabe, que consideran en la actualidad al régimen de Assad -a pesar de su carácter represivo-, como su mejor garantía contra una más que probable venganza a manos de la mayoría suní, tal y como ocurrió en Iraq o en Libia. También temen un posible aumento del poder de los islamistas, que probablemente sigan el ejemplo de los Hermanos Musulmanes en Egipto o Túnez, sumergiendo así al país en la incertidumbre y la polarización. Este temor se ha visto exacerbado por la creciente presencia de elementos extremistas en el lado rebelde, principalmente la de yihadistas cuyas acciones hasta el momento, tales como morder el corazón de un enemigo, no parecen augurar un futuro halagüeño para toda secta o creencia rival (también Egipto, y los continuos ataques sobre la minoría copta, se erigen aquí como maldición a evitar). El régimen de Assad también cuenta -aunque cada vez en menor medida, conforme transcurren los días y aumentan las muertes- un apoyo no despreciable de la minoría cristiana (aproximadamente el 14 por ciento de la población del país), así como de la comunidad drusa (que representa alrededor del 3 por ciento de la población). La minoría kurda, por su parte, y siguiendo el ejemplo de sus hermanos iraquíes, también ha tomado las armas con el objetivo a largo plazo de sentar las bases de una región autónoma en el noreste del país. No luchan por lo tanto contra el ejército sirio, sino contra todo aquel que ponga en peligro su sueño, incluso en ocasiones aquellos rebeldes que pretendan volver a tomar el control sobre áreas de su territorio.

Muchos analistas hacen también referencia al apoyo vital al régimen por parte de empresarios y una adinerada clase media, principalmente compuestas por familias de comerciantes de Damasco, aquellos que se vieron principalmente beneficiados en el pasado por la liberalización económica. Fueron ellos los únicos que realmente prosperaron a lo largo de los últimos años, y la guerra civil culminando con un gobierno islamista significaría sin duda una modificación del status quo que pondría en duda su situación y privilegios. Tal vez, y hasta cierto punto, ello fuera cierto al inicio de la revuelta, pero resulta extremadamente difícil de creer hoy en día que todas estas personas sea capaces de actuar como si estuvieran ciegos ante violaciones de los derechos humanos de tal calibre como las que se han ido registrando. Es muy probable que estos sirios también se vean actualmente impotentes, como rehenes del régimen sirio que aún pretende erigirse en su defensor, sin poder abandonar el país por temor de lo que pueda ocurrirle a su círculo más cercano. Lo mismo sucede con una titánica burocracia, dominada durante décadas por un partido hegemónico con considerables capacidades de mecenazgo.

Por último, pero no menos importante, Assad todavía se siente fuerte, no tan aislado y aún lo suficientemente legitimado gracias al apoyo externo proporcionado por dos conjuntos de actores: el “eje chií”, a saber, Irán, Hezbollah y el Iraq de Maliki, por una parte, y Rusia (y China, aunque probablemente un cambio de la postura de la primera impulsaría una postura más moderada del Imperio del Centro). Y a todo ello hay que añadir inevitablemente la inacción occidental. Quizás el cóctel perfecto para un conflicto que se arrastre durante años. No sería la primera vez que le ocurriera a la región. Queda en duda si esta vez el mundo está preparado para ello.

Ésta es una explicación sin ánimo de lucro.