La denominada “Revolución egipcia” representó una época de esperanza y entusiasmo para millones de habitantes del mayor y más poblado y, con frecuencia, también el que muchos consideran un modelo a escala del mundo árabe. Sin embargo, más de dos años después del levantamiento que derrocó a Hosni Mubarak, el país no ha conseguido aun recobrar la estabilidad y ya se ha aproximado peligrosamente al abismo en varias ocasiones. Y hoy por hoy la situación se perfila mas grave que nunca.
Durante los últimos meses, cientos de miles de personas se han echado a las calles con cierta regularidad, de nuevo enarbolando eslóganes contra lo que consideraban un régimen autoritario, esta vez en forma de gobierno dominado por islamistas encabezados por una figura polémica y opaca como es la de el ya ex Presidente Mohammed Morsi. Los Hermanos Musulmanes, organización clandestina duramente reprimida durante 84 años, no dudaron durante un año en echarse a sus espaldas no sólo el poder ejecutivo central, sino la totalidad de las instituciones (la última ronda de nombramientos así parecía apuntarlo), y la propia redefinición de la identidad egipcia como exclusivamente musulmana, principalmente como consecuencia de décadas acumulando una insaciable sed de poder. Ya en 2011, los peores temores de muchos liberales giraban en torno a la posibilidad de que el apoyo tardío de la Hermandad a las protestas y a la posterior transición democrática fuese sólo un paso en su planeado camino hacia el control total del país, y es por ello que consideran que su enfrentamiento con ellos se ha convertido en una lucha por la democracia en sí misma. Una democracia en la que muchos se escudan para justificar lo que objetivamente parece difícil definir como algo diferente a un golpe militar. Golpe militar que, al fin y al cabo, también en su momento llevo al destronamiento del rais Mubarak.
Tamarrud: la rebelión egipcia
Al contrario de las protestas de 2011, en gran medida impulsadas por la “generación Facebook” y por el grupo online “We are all Khaled Said”, todo comenzó con un papel y un bolígrafo. El “Movimiento Tamarrud” (rebelión en árabe) dio sus primeros pasos hace apróximadamente dos meses, gracias a los esfuerzos de varios miembros, de la alarmantemente desunida y heterogénea oposición egipcia, en este caso pertenecientes al Movimiento Kefaya. La idea era poner en marcha una campaña con el objetivo de recoger tantas firmas como fuera posible exigiendo la interposición de una moción de censura contra el Presidente Morsi. En un principio, la campaña se presentaba en términos extremadamente simples y su público objetivo eran los ciudadanos de a pie, pero poco a poco comenzó a ganar impulso gracias al apoyo prestado por personalidades, partidos políticos y otras destacadas instituciones dentro de la sociedad egipcia.
El gran pecado de los islamistas fue, en el marco de una política cada vez más divisiva e incluso agresiva, desestimar reiteradamente la validez de éste y otros movimientos similares, así como cualquier crítica contra ellos dirigida, escudándose en el sempiterno argumento de la legitimidad, ante la cual unos revolucionarios incapaces de ganar en las urnas recurren a la movilización en las calles con el único fin de perturbar el normal funcionamiento de la política. Esa es precisamente la razón por la cual la campaña pretendía reunir un mínimo de 15 millones de firmas, un número que superaba en dos millones el número de votos que Morsi obtuvo en la segunda ronda de la última elección presidencial.
El Movimiento, de hecho, afirma haber reunido más de 22 millones de firmas. El 30 de junio fue la fecha prevista para la culminación de la campaña, ya que para entonces habría pasado un año exacto desde que Morsi ascendió al poder como el primer presidente civil elegido democráticamente. A tal efecto, la campaña se vio coronada con manifestaciones masivas a lo largo y ancho del país, manifestaciones descritas como las mayores en numero en la historia del mundo árabe, llegando a barajarse incluso la cifra de los 33 millones. La mayoría de las manifestaciones prometieron ocupar las calles hasta que el Presidente abandonara su cargo.
No puede negarse que el éxito de la campaña representa una clara muestra de lo que la mayoría del pueblo egipcio está atravesando estos últimos meses. Entre los firmantes y manifestantes había personas que no habían salido antes a la calle, pero que al mismo tiempo no estaban satisfechos con un gobierno islamista incapaz de garantizar aquella estabilidad que en un principio se erigía como la principal preocupación en época de elecciones y, más grave aún, incapaz de representarles. Egipto se enfrenta en la actualidad a una larga batería de problemas de gravedad no desdeñable, y las perspectivas no son optimistas.
Mucha gente esperaba que la situación mejorase después de la revolución, y los egipcios de a pie (se estima que un 40% son iletrados), apenas comprenden la relación entre un buen gobierno y el deterioro de su calidad de vida. Warren Buffet dijo una vez que “se necesitan veinte años para construir una reputación y cinco minutos para arruinarla”.
La popularidad de los Hermanos Musulmanes fue cayendo en picado a lo largo de los últimos doce meses. Muchas personas se sentían decepcionadas, y tanto la campaña Tamarrud como todas las fuerzas que a ella se fueron uniendo se alimentaron de ese desencanto. La duda que aún flota en el aire es la siguiente, ¿todos los que firmaron la petición estaban contra el Gobierno de Morsi, o simplemente estaban hartos de la terrible situación en la que el país se encuentra desde hace meses, e incluso años?
El argumento principal de los millones de manifestantes reposaba en que, a pesar de que fue elegido democráticamente, “a Morsi no se le dio un cheque en blanco”. Y tal lógica se hizo aplastante tras el controvertido decreto presidencial que en noviembre convulsionó el país de los faraones. El país, que ya estaba increíblemente polarizado después tanto de las elecciones legislativas como de las elecciones presidenciales, se volvió a plantar al borde del precipicio, y la controvertida aprobación de una aun más controvertida Constitución no hizo nada para calmar los ánimos. Tomar la calle se convirtió para muchos en la única opción viable para mostrar su desacuerdo ante la letanía de bizantinos debates sobre la legalidad del proceso de transición. El movimiento insufló ánimos e ilusión a la estancada escena política del país, que hoy por hoy parece revivir el espíritu de la revuelta que derrocó a Mubarak hace más de dos años. En aquel momento, uno de los logros más importantes de la Revolución fue la sensación de empoderamiento que muchos egipcios antes desconocían, hoy libres para expresar sus puntos de vista y denunciar públicamente las malas acciones de las autoridades.
El Ejército egipcio: ¿representante del pueblo?
Lo primero que hay que tener en cuenta es el rol incomparable que durante décadas ha jugado el Ejercito en Egipto. Un ejército que desde el golpe de los “oficiales libres” ha dominado las más altas esferas del poder y, sobre todo, la actividad económica, de la cual se estima que aún sigue controlando un 40%. Un ejército que siempre ha mostrado una imagen cercana al pueblo y del que, gracias a la institución del servicio militar obligatorio, muchos egipcios se sienten parte. Un ejército que al decidir no disparar sobre los manifestantes en 2011 y al convencer a Mubarak de que su momento había llegado, se erigió paradójicamente como garante de una revolución. No obstante, es necesario recordar que el ejército ya se aferró al poder durante más de un año desde el derrocamiento de Mubarak hasta que finalmente decidiera convocar las elecciones, así como los juicios militares, las represiones violentas, el acoso a la sociedad civil y a entidades extranjeras…Al igual que pocos olvidan el papel que el ejercito cumplió antes del cambio de tercio.
Los militares eran conscientes de la legitimidad que habían perdido. Una legitimadad recobrada a medida que Morsi y su gobierno cometían errores injustificables. Una legitimidad otorgada en bandeja de plata por 33 millones de personas. El ministro de Defensa Al Sissi fue muy claro cuando advirtió que no se detendrían si veían que el país era arrastrado al abismo. Dio 48 horas a los Hermanos Musulmanes para evaluar la situación, reaccionar y tal vez aceptar una elegante retirada. Lo que en cierto modo hicieron, ya que Morsi y su equipo presentaron una oferta bastante sensata, antes de que agotara el plazo. Pero ya era demasiado tarde, el Ejército no podía renunciar a esas alturas, el Ejército ya había tomado la decisión de intervenir. Ello hubiese quizás enfurecido aún más a las masas y manchado una inmaculada imagen cuidadosamente construida.
Durante meses, los generales han sabido poner poniendo en obra su plan: mantenerse apartados de la escena política, evitar pronunciarse sobre la política del gobierno, guardar silencio durante los momentos más importantes a la espera de que la población exigiera su intercesión, posicionándose en silencio tras las principales reclamaciones de la oposición, etiquetar sus decisiones como “esfuerzos de reconciliación nacional” y, como golpe final, han negado que su intervención sea un golpe de Estado. El pasado miércoles, con todos los ojos fijos en él, Al-Sissi repitió que los militares no tienen ningún interés en la política, y que la decisión de expulsar a Morsi venia justificado por haber incumplido este “la esperanza de un consenso nacional”. A pesar de las relaciones cordiales entre ambas facciones y la posición ventajosa que la Constitución otorgaba al Ejército, el acuerdo tácito entre las dos fuerzas tenía como único fin restaurar el orden en un país profundamente inestable y dividido.
El golpe de estado militar, ¿la única solución?
Muchos se preguntaran aún si no hubo una alternativa y la respuesta parece clara ante este tipo de escenario de lo que se podría llamar “política maniqueista” y dividiva hasta el extremo. En primer lugar, después de febrero de 2011, los revolucionarios vieron el empoderamiento de los Hermanos Musulmanos como un secuestro de su revolución, y su frustración creció día a día. El Decreto de Noviembre fue la gota que colmó el vaso: la vía política no era ya una opción. El creciente autoritarismo de la Hermandad no ayudó en lo más mínimo: según Nathan Brown, “Morsi y la Hermandad cometieron casi todos los errores imaginables, incluyendo algunos (como acaparar el poder político demasiado rápido o no construir coaliciones), que habían prometieron saber lo suficiente como para evitar”. Una oposición incapaz tanto de acordar una agenda coherente para el cambio como de representar una amenaza real para los islamistas. Y luego destacan los restos del antiguo régimen (los “feloul”), que tras la segunda vuelta de las elecciones presidenciales en la que su candidato a punto estuvo de vencer a Morsi, se sentían un tanto legitimados para no abandonar la carrera. Cada actor decidió recurrir a una política de clanes. Pero 2011 ayudó a abrir unae tapa que se habían ido erigiendo desde 1950 (o incluso desde siempre), y el derrocamiento de Mubarak convenció a miles de egipcios de que no estaban condenados a permanecer en silencio frente a la mala gobernanza, y que a partir de ahora iban a poder exigir responsabilidad a sus líderes. Fue y sigue siendo la principal ganancia de la Revolución. Pero es también un arma de doble filo, ya que conduce a que jóvenes que nunca han experimentado la democracia a creer que tienen el derecho de derrocar a cualquier autoridad que no sea de su gusto, a que algunos consideren que no merece la pena invertir en un proceso pacífico y democrático.
Perspectivas de futuro tras el golpe
Tras el golpe, destaca como asunto preocupante lo que ahora pueda ocurrir a los Hermanos, ahora que una caza de brujas parece haber sido declarada. Si esta vez la transición desea producir resultados positivos, debería basarse en un enfoque verdaderamente inclusivo y debe, sobre todo, incluir en el proceso a la Hermandad Musulmana, junto con otros islamistas.
Antes y después del 30 de junio todas las partes hablaron sobre sangre y mártires. Enviar a los islamistas un mensaje según el cual no tienen cabida en el orden político aumenta sin duda sus temores de ser de nuevo sometidos a una sangrienta represión. Esto avivará la resistencia violenta por parte de los seguidores de Morsi, como muestran los acontecimientos que están teniendo lugar estos días. Después de todo, la Hermandad Musulmana ha sido un pilar en la política egipcia durante décadas. A ello se ha añadido un victimismo profundamente inserto en la psicología de la Hermandad. Como señala Kristina Kausch: “una lección que Egipto aprendió el año pasado es que la inclusividad es una condición previa para cualquier política democrática”.
Lo que salta a la vista es que Egipto va a perder aún más tiempo absorto en un torbellino de luchas internas, tomado como rehén por una intoxicación de poder y un cierto grado de paranoia por parte de la Hermandad, y por la ausencia de una estrategia efectiva en lo que a la oposición respecta. Para empeorar las cosas, la división ideológica no parece sino estar continuamente profundizándose. La Hermandad pudo haber fracasado, pero su fracaso no era de su única cosecha, ya que también se debía a la falta de cooperación de muchas instituciones cuyo apoyo es vital y esencial para el funcionamiento de un Estado. La única cosa que realmente puede salvar la democracia en Egipto es la propia democracia: la oposición debería proponer alternativas políticas coherentes y hacer creer que son capaces de tomar el poder a través de elecciones, la Hermandad, una vez incluida de nuevo en el proceso político, tiene que reformarse y abrir el camino hacia una democracia más inclusiva. No hay necesidad de reactivar la revolución, sino de inventar un proceso político sostenible. Esto no era una revolución, sino la continuación de una revolución sin terminar. Maquiavelo dijo una vez: “no hay nada más difícil de controlar, más peligrosa de conducir, o más incierta en su éxito que tomar la iniciativa en el establecimiento de un nuevo orden de cosas”. Un último apunte: durante 30 meses, la población egipcia ha mostrado al mundo que no está dispuesta a permitir que nadie, ya sea civil o militar, se aproveche de su revolución. Nervana brillantemente así lo expresa: “en 2011, Egipto se comprometió a volver a Tahrir si sus políticos le defraudaba, y cumplió esa promesa – y con estilo – el 30 de junio. No tengo ninguna duda de que se levantarán de nuevo, y de nuevo, si el ejército o alguien se atreven a debilitarla su dignidad o a mancillar su sueño “.
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