Recientemente, leía con tristeza la noticia que difundieron algunos medios de comunicación de cómo un solicitante de asilo afgano de 23 años se suicidaba un día después de que Alemania denegase su petición de asilo y le deportasen junto con un grupo de 69 personas en una muestra patente del endurecimiento de la política del país germano respecto de las deportaciones de refugiados y solicitantes de asilo fallidos, impulsada por el polémico ministro del Interior, Horst Seehofer.
Cruel ironía del destino ya que el citado ministro se había congratulado días antes de esta deportación de 69 personas, justo el mismo día en que cumplía la edad de 69 años, durante la presentación de un duro paquete de medidas para atajar la inmigración.
Un entorno poco propicio a la acogida
Lo cierto es que, a pesar de la coyuntura internacional desfavorable y poco propicia para la acogida de nuevos solicitantes de asilo, la población afgana sigue huyendo. A nivel global, la cifra total de refugiados procedentes de Afganistán asciende a unos 2,5 millones de personas. Afganistán repite una y otra vez en el top 5 del número de solicitantes de asilo en la Unión Europea según datos de la Agencia Europea de Asilo (EASO). Tan solo en el mes de mayo de este año se produjeron un total de 3.820 nuevas peticiones (un incremento del 23% respecto al mes anterior) de las cuales 194 estaban realizadas por menores no acompañados. En estos momentos, los nacionales de Afganistán se encuentran en el tercer puesto como nacionalidad con más peticiones de asilo en la UE.
Respecto de la respuesta que dan los países europeos a estas solicitudes de protección, se puede calificar como muy desigual. En el primer trimestre de 2018, las tasas de reconocimiento de protección hacia este colectivo oscilaron entre el 98% de Italia, 94,8% de Suiza, 72% de Finlandia, 69% de Grecia, 62,5% de Noruega, 49,9% de Bélgica, 48% de Alemania y 30% de Suecia. Para un espacio como la UE, que dice tender a un sistema común de asilo, estas diferencias de valoración parecen muy distorsionadoras.
En el entorno extracomunitario, la respuesta de la comunidad internacional es tajante. Según datos de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), 285.000 afganos han retornado desde Irán en los últimos 5 meses y 12.000 indocumentados fueron deportados desde Turquía durante el primer semestre de 2018 —entre los meses de abril y principios de mayo, hasta 8.000 afganos fueron deportados desde Turquía—.
El panorama que les espera al regreso es desolador: un país inestable sumido en un conflicto interminable que azota especialmente a la población civil, hasta 360.000 nuevas personas desplazadas internamente en 2017, carencia de los recursos más básicos y unas instituciones en las que la corrupción es una práctica generalizada.
Regreso al infierno
El panorama que dejó el presidente Hamid Karzai en 2014 era poco esperanzador y ese mismo año tomó las riendas del país Ashraf Ghani, exministro de Finanzas de Karzai que había trabajado como analista en el Banco Mundial. Las expectativas iniciales forjadas por su fama de tecnócrata y buen gestor chocaron pronto con la realidad de un país sumido en la pobreza, sin apenas tejido productivo, con excesiva dependencia de la ayuda exterior y agotado por el encadenamiento de conflictos bélicos que se suceden desde los años 80.
En el primer semestre de 2018 han sido asesinados más civiles que en cualquier otro año de 2009, fecha en que la UNAMA comenzó a monitorizar estos datos. Las cifras totales para este período, según el informe semestral de la Misión de Naciones Unidas para Afganistán (UNAMA), fueron de 5.122 víctimas civiles, 1.692 muertos y 3.430 heridos. El año 2017 cerró con la cifra de más de 400.000 nuevos desplazados internos, potenciales candidatos a emprender la huida al exterior. A esta cifra se suman los aproximadamente 2.000.000 de personas Desplazadas internas que se calcula hay en el país.
El retorno más o menos forzoso de los refugiados acogidos en países del entorno no hace más que someter a más presión al gobierno afgano a la hora de proveer ayuda y atención a este colectivo. La propia existencia de un Ministerio para los Refugiados y el Retorno nos da una idea de la magnitud del problema del país, aunque en la práctica este se vea incapaz de gestionar con éxito las políticas relacionadas con la cuestión. Existe un claro riesgo de cronificación del desplazamiento, lo que supone una auténtica bomba de relojería de cara a la estabilidad inmediata del país.
El Banco Mundial, en sus informes periódicos sobre el Afganistán, alerta que la mínima tasa de crecimiento económico es insuficiente para frenar el crecimiento de la pobreza, los servicios básicos se ven habitualmente interrumpidos por incidentes de seguridad y el nivel de aprovechamiento agrícola es muy reducido. El aumento de la pobreza se puede percibir de manera muy significativa en las áreas rurales, teniendo en cuenta que es donde vive la mayor parte de la población: en 2017 la tasa de pobreza subió del 38,3 al 43,6%.
Afganistán es igualmente el país de Asia con tasas más altas de analfabetismo. La inseguridad general es un importante condicionante para frenar la inversión privada y el consumo.
Por otro lado, el gobierno de Kabul, con el presidente Ashraf Ghani a la cabeza, afronta el reto del auge de la insurgencia, como ya analizamos en un artículo anterior. Dentro de la insurgencia, los talibanes constituyen la principal amenaza para el estado, ya que disponen de importantes capacidades operativas. Son capaces de lanzar ataques a gran escala contra grandes ciudades, como las capitales regionales de Helmand y Kunduz. Dominan territorialmente partes de la provincia de Kandahar y el norte de Kunduz, algunas fuentes se atreven incluso a estimar en un 45% su porcentaje de control o disputa territorial. Otras fuentes estiman que el número de combatientes talibanes en activo va desde 25.000 a varias decenas de miles.
Además, desde el lanzamiento de la campaña militar de primavera de este año, denominada Al Khandak (la trinchera), las acciones de este grupo se han tornado más audaces y violentas, creando un clima enrarecido de cara a las elecciones parlamentarias a celebrar el próximo 20 de octubre de 2018. Y ello pese a la reciente tregua de 3 días alcanzada entre las partes como motivo del Eid ul-Fitr, respetada por todas las partes excepto por la franquicia del Daesh. Este último grupo, la rama afgana del Estado Islámico, ISIS Wilayat Khorasan, aumenta su presencia en el país poco a poco y es responsable de algunos de los atentados más sangrientos de los últimos tiempos, con la población civil y la comunidad chií entre sus principales objetivos.
El tráfico de drogas y otras actividades ilícitas son factores de desestabilización del país de primer orden. Afganistán ha sido y continúa siendo el principal productor mundial de heroína, circunstancia que no pasa desapercibida para los principales grupos insurgentes, que convierten esta fuente de ingresos en una de sus principales sino la más importante. Además, las cifras sobre terrenos de cultivo y producción de opio y derivados han aumentado de manera considerable en 2017, situándose en cifras de récord. Otras fuentes de financiación más recientes de estos grupos, al margen de la tradicional ayuda exterior, son las actividades de contrabando y minería ilegal que el gobierno no es capaz de combatir de manera eficaz.
Aunque la mayoría de los cultivos de opiáceos tienen como destino la exportación, el boom que ha experimentado este negocio ha generado nuevos problemas en la sociedad. La droga azota con especial virulencia a la población afgana. Se calcula que en el país viven aproximadamente 4 millones de heroinómanos (Guallar, 2018) de los que 900.000 son mujeres. Una población como la ciudad de Madrid que acude a las drogas para evadirse del duro día a día de penurias económicas, violencia y malos tratos, en el caso de las mujeres. Lo abultado de la cifra, eleva la categoría del problema a pandemia.
Refugiados en la cuerda floja
La diáspora de los refugiados afganos que pretenden alcanzar Europa se puede categorizar actualmente en tres grupos: los que tratan de salir y huir de la escalada del conflicto; los que trataron de llegar a Europa entre 2015 y 2016 y permanecen en las fronteras exteriores, principalmente Turquía, Grecia, Italia, Serbia y Bulgaria, denominados “refugiados atrapados”; y los que ya se encuentran dentro de las fronteras europeas en trámite de asilo, con un entorno legal y administrativo cada vez más tendente a la denegación de su petición y propicio para el retorno.
Las políticas de contención, aplicadas de manera cada vez más generalizada por parte de la Unión Europea y replicadas por otros países por los que realizan tránsito los refugiados afganos, tienen como consecuencia la derivación hacia nuevas rutas más peligrosas y menos utilizadas así como el aumento de las penurias durante el trayecto migratorio y la exposición de los refugiados a ser víctimas de graves abusos y violaciones de derechos, dada su mayor vulnerabilidad.
En otros países que se encuentran en medio de las rutas de tránsito, la situación no es muy halagüeña. La aceleración de los retornos desde Irán y Pakistán, más de 296.000 durante 2017, no hace más que presionar el sistema de asistencia humanitaria que opera dentro del país. Pakistán quiere dejar cada vez más claro que cerca de 1,4 millones de refugiados afganos registrados y otro millón más de indocumentados no son ya bienvenidos dentro del país; y eso que los afganos siguen huyendo del país a través de la frontera con Pakistán. Por otro lado, los retornos se producen a regiones en las que, en la mayoría de las ocasiones, no está garantizada la seguridad, como las provincias de Kandahar y Nangarhar, principales puntos fronterizos entre ambas naciones, siendo la última importante centro de operaciones de Daesh en Afganistán. El principal puesto fronterizo que utilizan los refugiados que retornan es el de Spin Boldak, donde las autoridades afganas y la Organización Internacional para las Migraciones han construido un centro de acogida para atender situaciones de emergencia. No obstante, en este punto las ayudas son escasas y muy limitadas en el tiempo, por los que los retornados deben afrontar con su propios medios la vuelta a la cruda realidad.
Por otro lado, la Unión Europea puso en marcha en diciembre de 2016 una serie de acuerdos migratorios bilaterales de repatriación entre los que se encuentra el Joint Way Forward, coordinados y financiados por la Agencia Europea de Fronteras y Guarda Costas (EBCGA), que supuso que se fletaran hasta 23 vuelos chárter desde Austria, Dinamarca, Finlandia, Alemania, Hungría y Suecia cuyo coste ascendió a la cantidad de 5.479.694 euros. Esta es la información que ofrecía el comisario europeo de Migraciones, Dimitris Avramopoulos, en contestación a una pregunta parlamentaria formulada en febrero de 2018. Si tenemos en cuenta que tan solo fueron retornadas 358 personas de nacionalidad afgana, el coste por la expulsión de cada ciudadano fue de 15.000 euros, algo inasumible desde toda lógica.
¿Qué conclusión podemos sacar de todo esto?
A pesar de que las cifras de llegadas de refugiados afganos en Europa han bajado significativamente, esto no es resultado de la estabilización del país o una mejora de las condiciones de seguridad, sino más bien de la aplicación generalizada de políticas de contención tanto en tránsito como en las fronteras exteriores. Existen dos factores clave para que se haya llegado a esta situación. Por un lado, el cierre de la ruta de los Balcanes, que trasladó la principal ruta migratoria hacia Europa por Libia-Italia, primero, y actualmente parece que a través de Marruecos-España. Por otro lado, el acuerdo migratorio con Turquía ha provocado un descenso muy significativo de las llegadas a través de este país. Ambas rutas de entrada eran muy utilizadas por los refugiados afganos.
En la medida que el conflicto de Afganistán sube en intensidad, tanto en cifras como en población afectada, el flujo migratorio hacia Europa continuará e incluso podrá verse incrementado.
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