El viernes 17 de octubre amanecía tenso en Santiago tras toda una semana de escalada en el conflicto entre los estudiantes y el Gobierno por el alza de las tarifas de metro. Los estudiantes habían respondido a la medida mediante actos de desobediencia civil coordinada. Las famosas “evasiones masivas” –consistentes en entrar en bandada en el metro sin pagar– fueron calificadas y tratadas como actos delictivos por parte del ejecutivo y la policía, en una lógica que ya es habitual en la respuesta a otras manifestaciones estudiantiles. Ese mismo día por la noche, ya con toda la red de metro cortada y fuertes disturbios, el presidente Sebastián Piñera era fotografiado celebrando el cumpleaños de su nieto en una pizzería de los barrios altos de la capital, lo que muchos consideran una muestra de hasta qué punto se falló a la hora de detectar la crisis.
La llama ya estaba prendida, y no solo metafóricamente. Ese viernes por la noche ardieron en la capital 19 estaciones de una red de metro que es motivo de orgullo en el país y que mueve al día dos millones y medio de pasajeros. También ardía la torre corporativa de la empresa eléctrica Enel y comenzaban a producirse saqueos e incendios en locales comerciales. La respuesta fue el decreto del estado de emergencia en la ciudad, que autoriza la suspensión los derechos de libre circulación y de movimiento y entrega el control del orden público a las fuerzas armadas. Lejos de frenar el caos, las protestas y otros actos vandálicos se extendieron por el resto del país, por lo que se amplió ese estado de emergencia y se decretaron toques de queda en las principales ciudades.
Una semana después –y al momento de escribir estas líneas–, el balance deja 19 muertos, 5 de ellos a manos de agentes del Estado, 413 heridos por arma de fuego, más de 3.000 detenidos de los cuales 343 son menores de edad y graves acusaciones de uso desmedido de la fuerza y violaciones de derechos humanos. La Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, ha anunciado una misión de verificación de estas denuncias. Mientras que la violencia ha ido bajando de intensidad al pasar de los días, la movilización ciudadana no ha parado. De hecho, tras una semana de manifestaciones y cacerolazos, el viernes 25 de octubre tuvo lugar la manifestación más masiva desde el retorno a la democracia en Chile, con más de un millón de personas concentradas en la capital.
Un profundo malestar
“No son 30 pesos, son 30 años”.
Esa es una de las consignas que más se han repetido en estos días y que ilustra claramente cómo el conflicto sobrepasó la demanda inicial por el precio del transporte público. El Gobierno no supo medir que muchos chilenos no solo eran empáticos con las acciones de los estudiantes, sino que también tenían razones para sumarse a las protestas. El 50% de los trabajadores gana menos de 400.000 pesos al mes (500 euros aproximadamente) y el 66% de los hogares tiene deudas, por no hablar de la privatización de casi todos los aspectos de la vida: pensión, salud, educación o acceso al agua. Así es como en Chile, el país con mayor PIB per cápita de América del Sur también es uno de los países más desiguales del mundo, donde un 1% de la población acumula un 26,5% de la riqueza del país, según los últimos de datos de la Comisión Económica para América Latina y el Caribe. Y, aunque los índices de pobreza también sean los más bajos del continente, la vulnerabilidad es tal que, según una encuesta la Centro de Estudios de Conflicto y Cohesión Social ELSOC (Estudio Longitud Social de Chile), un 37% de la población se encontraría en torno a la línea de pobreza.
Otro de los reclamos es la desconexión de las élites políticas con la ciudadanía y su connivencia con las élites económicas. El propio presidente Piñera viene del mundo empresarial y es, según la revista Forbes, uno de los cinco hombres más ricos de Chile. En un país donde en las últimas elecciones votó el 46% del censo, se han vivido en los últimos años casos de corrupción y financiamiento ilegal de partidos y colusión de precios que han supuesto ganancias millonarias para sus responsables y que han sido escasamente perseguidas y penadas por parte dela justicia.
Las imágenes de los militares en las calles traen reminiscencias indeseadas, pues no se decretaba el estado de emergencia ni toque de queda por motivos de protesta social desde la dictadura. Pero es precisamente este sistema neoliberal el que muchos critican como su principal herencia y que 30 años de democracia no han logrado subvertir. De hecho, la Constitución por la que se rige Chile, aunque ha sufrido cambios, es la misma que se aprobó en 1980 bajo el régimen de Augusto Pinochet.
Un nuevo pacto social
Ante la masividad de las protestas, Piñera anunciaba solo horas después del estallido social la suspensión del alza de los billetes de metro. Pero ya el vaso estaba desbordado. Con una presión en las calles que se extendió por todo el país y que se ha mantenido día tras día, el Gobierno anunciaba a mitad de la semana pasada un paquete de medidas sociales dirigidas a garantizar un sueldo mínimo y las pensiones más bajas, fijar el precio de la tarifa eléctrica, facilitar el acceso a los medicamentos o introducir un impuesto a las rentas más altas, entre otras. Este anuncio tampoco ha terminado con las manifestaciones que, además de reclamar el fin del estado de emergencia, piden reformas estructurales e, incluso, una nueva Constitución. Entretanto, el Congreso de los Diputados ha aprobado una reducción de la jornada laboral de 45 a 40 horas semanales, iniciativa que ha sido impulsada por el Partido Comunista y que no tenía muchos visos de prosperar antes de que se iniciaran las revueltas (todavía debe ser aprobada por el Senado para que entre en vigor).
La masiva manifestación del 25 de octubre, varios días después de conocerse el paquete de medidas lanzado por el Gobierno, parece indicar que la Agenda Social del presidente está lejos de ser suficiente. Además, según la encuesta de Activa Research, un 83,6% de la población está de acuerdo con las protestas que se están llevando a cabo y el del 80,6% desaprueba la labor del Parlamento. Con este nivel de aceptación de los políticos es difícil vislumbrar una solución en el horizonte. Los próximos días serán cruciales para comprobar si Chile no solo despertó, sino que también cambió.
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