01/04/2023 MÉXICO

Materia, autor en United Explanations

Materia23/07/2014
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El autor describe el tortuoso proceso de obtención de ayudas a la investigación en España, especialmente si los resultados se alejan de los objetivos iniciales o se reformulan los objetivos, como le ocurrió a Fleming. “El Ministerio prima una manera fácil de poderlos fiscalizar, en lugar de promover la obtención de conocimiento y el desarrollo de innovaciones aplicables socialmente”, dice


Materia20/04/2014
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Durante siglos, los filósofos trataron de explicar la resurrección como un fenómeno natural sujeto a las leyes físicas normales. El desarrollo de la ciencia moderna mostró que era imposible.

Hace unos 2.000 años, un joven palestino cumplió, según sus seguidores, un sueño universal sobre el que se edificaría un mundo nuevo. Jesús de Nazaret, ajusticiado en una cruz de madera tres días antes, regresó de entre los muertos en un día que los católicos celebran el Domingo de Pascua. La religión fundada sobre este fenómeno extraordinario basaría su éxito, en buena medida, en la promesa de que al final de los días todos disfrutarían de la resurrección de su cuerpo y su alma.

Hasta ahora, la única forma de inmortalidad fehaciente es la conseguida por los egoístasgenes que nos empujan a fornicar, muchas veces contra nuestros propios intereses, para tratar de saciar su hambre de eternidad. Sin embargo, durante mucho tiempo, los pensadores cristianos se devanaron los sesos para otorgar una justificación más o menos racional a las promesas de resurrección. Hasta la Ilustración, muchos científicos compartían la idea de que la religión revelada incluía conocimientos empíricos sustantivos, por lo que la resurrección de los cadáveres era un proceso físicamente posible.

Como recuerda Carlos Solís, investigador de la UNED en un artículo publicado en la revistaAsclepio, este esfuerzo dio lugar a esfuerzos intelectuales muy peculiares. En la segunda mitad del siglo II se introdujo la resurrección de los cuerpos materiales y hubo que explicar el modo en que los cadáveres descompuestos, comidos por los gusanos o absorbidos por las plantas, se podían volver a reunir para formar a todos los humanos que habrán vivido cuando se acabe el tiempo.

Si el final de los tiempos llegase mañana, Dios tendría que reconstruir los cuerpos de 107.000 millones de humanos

Uno de los filósofos que se aplicó con mayor talento a buscar una explicación fue Atenágoras de Atenas. Criticaba la teoría aristotélica según la cual todo cuerpo consta en diversas proporciones de cuatro elementos (tierra, aire, agua y fuego). Con procesos de frío y calor, unos elementos podrían transmutarse en otros y no habría límite para la corrupción de los cadáveres. Según explica Solís, Atenágoras, planteando una teoría de la materia más parecida a la que hoy se conoce, “supone que hay unas partes mínimas que se dispersan por el ecosistema, diminutas pero intactas, con lo que el problema de reunirlas de nuevo es meramente técnico y una fruslería para la omnisciencia divina que conoce la posición de cada una”.

Solís hace un cálculo de las dimensiones de la tarea que deberá cumplir Dios antes del juicio final: “Podemos contar con no menos de 26 toneladas de materia cadavérica por kilómetro cuadrado, estimando a la baja la esperanza media de vida en unos diez años, cuando un niño de hoy alcanza los 30 kilos de peso. La población total de Homo sapiensmoderno en toda la historia se ha calculado en unos 107.000 millones; 100.000 millones quitando los aún vivos. Las tierras emergidas suman 148,6 millones de kilómetros cuadrados, a las que si restamos los 32.941 millones de desiertos con población despreciable, nos dejan unos 115,7 millones habitables. Así, podemos calcular que de media ha habido unos 864 cadáveres por kilómetro cuadrado”.

Un alquimista afirmó haber resucitado a unos cangrejos después de reducirlos a cenizas

“En cualquier caso, las partículas de esos cadáveres recibidos por la tierra, pasaron a las plantas, de ahí a los animales y de ambos, a los humanos. Todos somos caníbales indirectos, lo que plantea el problema de a quién asignar esas partículas compartidas por tanta gente en el momento de la resurrección de los mismos cuerpos que tuvimos”, continúa Solís. Para resolver este problema, Atenágoras toma la teoría de la digestión de Galeno, el médico contemporáneo suyo, según la cual se podría asumir que la materia humana, aunque alimente, no se asimila al organismo y acaba en las letrinas.

A partir del Renacimiento, cuando los alquimistas mezclaban el interés por probar experimentalmente las teorías con una tendencia a creer cualquier cosa espiritual o mágica, se llegaron a hacer experimentos para probar los mecanismos físicos que harían posible la resurrección. Alquimistas como Paracelso planteaban que, de un modo similar al T-1000 en Terminator 2, los átomos sueltos tendrían un poder regenerador de todo el cuerpo. Este principio, conocido como palingenesia, se llegó a probar, supuestamente, en experimentos como los que realizó Kenelm Digby a mediados del siglo XVII, que afirmó haber logrado la resurrección completa de cangrejos de río.

“Primero los coció durante un par de horas, luego los destiló en un alambique de barro, reservó el destilado y calcinó el residuo en el horno de reverbero. Mezcló la sal fija así obtenida con el resultado de la destilación y lo puso todo en un recipiente que colocó en un lugar fresco y húmedo. A los pocos días aparecieron unos cangrejitos diminutos que, alimentados con sangre de buey, pronto alcanzaron unos pocos centímetros. Se pasaban entonces a agua de río que se cambiaba cada tres días y a la que se añadía sangre de buey hasta que los animales alcanzaban un tamaño notable”, cuenta Solís.

La promesa de la medicina regenerativa

Aunque este tipo de experimentos eran relativamente populares y gozaban de credibilidad entre la gente culta, con el perfeccionamiento del método científico, la credulidad disminuyó. Robert Boyle, uno de los padres fundadores de la químicamoderna y teólogo cristiano, trató sin éxito de reproducir algunos experimentos similares de resurrección y concluía que los que habían visto aquellos resultados “no solo habían recurrido a sus ojos sino también a su imaginación”.

El desarrollo de la ciencia mostró que no era posible explicar el fenómeno de la resurrección sin recurrir a lo sobrenatural y la teología cristiana renunció a apoyarse en las leyes físicas. En un libro reciente sobre la materia, el papa Benedicto XVI, buen conocedor de los esfuerzos estériles de sus predecesores, se refugiaba en el misterio: “Cualquiera que se acerque a las narraciones de la Resurrección creyendo que sabe lo que significa levantarse de entre los muertos, inevitablemente malinterpretará esas narraciones y las descartará como carentes de significado”.

Tras descubrir los nuevos poderes que les otorgaba la nueva ciencia y la tecnología, los cerebros que antes se habían dedicado a la alquimia o la teología no han renunciado a combatir la mortalidad por otros medios. La medicina regenerativa, que utiliza el poder reparador de las células madre, es una de las vías empleadas para esta pelea con resultados mucho más humildes que los que ofrece la religión, pero tangibles. Algunos, como Ray Kurzweil, predican incluso la posibilidad relativamente cercana de copiar nuestra consciencia en un dispositivo digital para vivir como un cíborg para siempre.

Foto de portada: ‘La Resurrección’, de Sebastiano Ricci. / Google Art Project.

Artículo original de Daniel Mediavilla publicado en Materia.

Esta es una explicación sin ánimo de lucro


Materia03/03/2014
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Hace unos días, la cadena de televisión La Sexta emitió lo que parecía un documental que iba a contar la verdad sobre lo sucedido en el golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. En él, se daba a entender que toda una serie de celebridades políticas y mediáticas del más diverso pelaje habían participado en un complot para escenificar una asonada ficticia que fracasase y desanimase a futuros golpistas. El grupo de conspiradores, que no se caracteriza precisamente por aborrecer la atención mediática, había sido capaz de mantener el secreto durante más de treinta años, pero había decidido que era hora de contarlo todo.

Entre los selectos miembros de este comando intelectual se encontraban desde Joaquín Leguina, político de izquierdas que ha acabado siendo un referente para los medios de derechas, hasta Jorge Verstrynge, un ex secretario general de la derechista Alianza Popular que ha acabado diciendo que la única constitución verdaderamente democrática es la de Hugo Chávez. Para controlar a todo este grupo, en el que también se encontraban periodistas como Iñaki Gabilondo o Luis María Ansón, se escogió al director de cine José Luis Garci. Pese a lo descabellado del planteamiento, muchas personas creyeron que aquello era cierto, incluidos algunos políticos que aspiran a liderar la sociedad.

La tendencia a creer en teorías de la conspiración es un fenómeno muy humano, a mitad de camino entre el escepticismo, que trata de ir más allá de las apariencias que engañan, y el pensamiento religioso, que tiende a aceptar como verdades narraciones en las que, si uno no se para a analizar detalles y contradicciones, parece que todo encaja. El filósofo Karl Popper, probablemente la primera persona que empleó el término “teoría de la conspiración”, planteaba que esta visión, en la que todo lo que sucede en la sociedad es resultado de los designios directos de algunos individuos o grupos, es fruto de la secularización de las supersticiones religiosas. “El lugar de los dioses del Olimpo de Homero, [que intervenían en el mundo y hacían que todo lo que sucedía tuviese una intención y un porqué], lo ocupan ahora los Sabios de Sión, los monopolistas, los capitalistas o los imperialistas”, escribía Popper.

Un tercio de los españoles creía en 2006 que ETA fue responsable de los atentados del 11-M

En los 60, Richard Hofstadter, uno de los primeros estudiosos de este fenómeno, atribuía la creencia en este tipo de teorías a una enfermedad mental. Ese planteamiento, sin embargo, parece difícil de sostener ante los elevados porcentajes de aceptación de muchas teorías conspiratorias que contradicen la versión oficial sobre casi todos los temas medianamente importantes. Un tercio de la población española, por ejemplo, creía en 2006, según una encuesta del diario El Mundo, que la autoría de los atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid correspondía a ETA. Pese al consenso científico sobre el origen humano del cambio climático, más de la mitad de los estadounidenses lo ponen en duda y algunas encuestas indican que hasta el 36% de los ciudadanos de ese país sospecha que su Gobierno organizó o no hizo nada para evitar los atentados contra las Torres Gemelas con el fin de tener una excusa para bombardear Afganistán e Irak.

Algunos investigadores han observado que esta necesidad de creer en teorías conspirativas puede estar relacionada con sensaciones de impotencia o desamparo, en particular ante algunas catástrofes. Planteamientos espectaculares y redondos, aunque sin pruebas o incoherentes, como la historia de un Dios hijo de una virgen que tiene un plan para nosotros o la idea de un Gobierno que asesina a cientos de sus ciudadanos para poder invadir otro país, pueden servir para proporcionar certezas en un momento de caos. El análisis de la realidad, que suele incluir imprecisiones y lagunas, tiene con frecuencia dificultades para competir ante fantasías verosímiles que parecen explicar cada una de esas lagunas. Estudios recientes han mostrado, por ejemplo, cómo la superstición nos ayuda a hacer frente a la incertidumbre.

Hay quien cree que a Lady Di la mandó matar el Gobierno y al mismo tiempo que ella escenificó su muerte

Otra de las explicaciones que sirven para entender el gusto por las teorías conspirativas es la escasa información que maneja sobre casi todos los temas la mayoría de la gente. Investigadores como Cass Sunstein y Adrian Vermeule, de la Facultad de Derecho de Harvard (EEUU), han planteado que “quienes creen en teorías de la conspiración pueden estar respondiendo lógica y racionalmente a la poca información que reciben, incluso aunque esa información parezca absurda en relación a un conocimiento más amplio y disponible para el público”. Sobre este punto, investigadores de la Universidad de Bamberg (Alemania) observaron que cuando se incluían explicaciones extremas sobre un hecho, estos planteamientos empujaban a los participantes en el estudio a otorgar menos credibilidad a la información oficial.

La maldad intrínseca del que manda

Una particular visión sobre la maldad intrínseca de las autoridades y todo lo que lleve la etiqueta de oficial es otro de los rasgos que pueden estar detrás de este fenómeno.Investigadores de la Universidad de Kent liderados por Michael Wood vieron cómo los sujetos que creían en una teoría conspirativa tenían más tendencia a creer en otra, incluso aunque fuese contradictoria. Para comprobar si estas creencias eran lo bastante fuertes como para provocar incoherencias, los investigadores preguntaron a un grupo de 137 estudiantes lo que pensaban sobre el asesinato de Diana de Gales. Los que más convencidos estaban de que se trataba de un plan de los servicios de inteligencia británicos para matarla también tenían más probabilidades de creer que la propia Diana organizó su propia muerte para desaparecer del foco público. Parece que para ellos, Diana estaba al mismo tiempo viva y muerta.

Wood y sus colegas observaron que una vez que alguien cree que una conspiración de las dimensiones necesarias para organizar los atentados de las Torres Gemelas puede ejecutarse sin que absolutamente nadie se vaya de la lengua, cualquier complot de este tipo resultará verosímil. Este tipo de disposición mental explicaría que quienes creían, por ejemplo, que el Gobierno británico mató a Diana soliesen creer también que el VIH fue creado en un laboratorio, que la llegada del hombre a la Luna fue un bulo o que las autoridades nos ocultan encuentros con extraterrestres.

Las pruebas que confirman los prejuicios se aceptan de forma acrítica, pero las contrarias se analizan con dureza

La creencia o no en las teorías de la conspiración muestra cómo solemos agarrarnos a nuestras ideas preconcebidas independientemente de las pruebas que se nos muestran. John McHoskey, de la Universidad de Michigan Oriental, ha mostrado cómo cuando se nos presentan pruebas que apoyan nuestro punto de vista habitual las aceptamos de forma acrítica mientras que cuando las evidencias amenazan con sacarnos de nuestro prejuicio las escrutamos con ahínco y buscamos información que las desacrediten.

Las investigaciones han mostrado efectos negativos de las teorías conspirativas. Por un lado, quienes las creen suelen alejarse de la participación política y hacen una crítica simplista de la autoridad. Además, este tipo de cuestionamiento sin matices a todas las explicaciones que lleguen desde una posición de autoridad empeora la calidad del debate y la posibilidad de que de él salgan conclusiones prácticas.

Hay conspiraciones verdaderas

Sin embargo, la existencia de verdaderas conspiraciones, como la trama de espionaje masivo del Gobierno de EEUU destapada por Edward Snowden, muestra que no se pueden meter todas en el mismo saco. Además, otros investigadores, como Viren Swami, de la Universidad de Westminster, han observado una correlación entre la tendencia a buscar conspiraciones y rasgos positivos como la curiosidad intelectual, una imaginación activa o una afinidad por las ideas nuevas.

Uno de los aspectos más difíciles del estudio de este tipo de planteamientos es la dificultad para distinguir entre una teoría de la conspiración y la atención a las conspiraciones políticas reales. En este sentido, uno de los rasgos que definen a las primeras es la dificultad para poner a prueba su veracidad, con nuevas explicaciones y una acumulación de datos anecdóticos que vuelven a remozar la teoría cada vez que aparecen pruebas que no se acomodan a la teoría original.

Las teorías conspirativas pueden ayudar a mejorar la transparencia de los Gobiernos

Un ejemplo de estas informaciones es el caso de la supuesta tarjeta del Grupo Mondragón del País Vasco que se encontró en una furgoneta relacionada con los atentados del 11-M. Aquella supuesta prueba, anecdótica, servía a los partidarios de la conspiración para relacionar la furgoneta con Euskadi y culpar a ETA de los atentados. Cuando, en lugar de una tarjeta del grupo empresarial, se supo que el objeto hallado en la furgoneta era una cinta de la Orquesta Mondragón, la teoría no sufrió, porque era solo una de muchas anécdotas de un significado supuestamente enorme, pero perfectamente sustituibles.

Según Steve Clarke, las teorías conspirativas, con sus límites, pueden ser beneficiosas porque revelan anomalías en las explicaciones oficiales de los hechos y demandan más transparencia de los gobiernos. Para que este valor no fuese, como muchas pruebas que sostienen conspiraciones, anecdótico, sería necesario que pudiesen ponerse a prueba, como sucede con las teorías científicas, y que quienes las sostienen fuesen conscientes de cuáles son los hechos que prefieren que sean reales, para analizar las pruebas que los refutan con la misma dureza que diseccionan los que los confirman.

Artículo de Daniel Mediavilla publicado originalmente en Materia.

Ésta es una explicación sin ánimo de lucro