Mi cita con los Globos de Oro es, como para millones de personas, una de las más anticipadas de la temporada. Son la antesala de los Oscar y como tales se le asemejan en formato y presentación: un reducto de actores, consagrados como el estrellato hollywoodiense, visten sus mejores galas y aguardan impacientes su momento de gloria para agradecer a una tercera parte del mundo su éxito y añadir en su discurso algún comentario polémico o de simpatía con la causa social de moda. El presentador acostumbra a reírse de dicha frivolidad y la velada pasa sin más.
Antes de que pueda abandonarse la lectura de este artículo por parecer demasiado dispuesta a cargar contra esta cara del mundo cinematográfico, me confieso pecadora: yo, como tantos otros, también me quedo despierta hasta altas horas de la madrugada para ver qué llevan, qué dicen, a quién agradecen. Claro está que no soy más que una aficionada, pero es fácil ver hasta qué punto las victorias y derrotas de la noche son mero fruto de intereses que ignoramos y cómo muestran tan sólo una ínfima parte de todas las realizaciones que se producen cada año. Por eso, lo que compramos es el espectáculo. Y de qué forma: que si esto ya se veía a venir, que si esto otro es una sorpresa total; alguno de los ganadores va a mirar fijamente a la cámara y va a alentar a todos los niños que le ven desde el sofá deshilachado de su casa a perseguir sus sueños, sin importar su condición social, su raza o su sexo, porque si él/ella pudo, ellos también. Y por segundo año consecutivo, temeremos que Netflix acabe absorbiendo todas las producciones cinematográficas y, a largo plazo, el cerebro humano. Y a pesar de que la mayoría de los espectadores somos perfectamente conscientes de los tintes ficticios que cubren este tipo de galas, nos dejamos seducir por su arrollador encanto. A veces no hay nada malo en ello, otras sí.
El año pasado, todas las voces se alzaron para defender su firme oposición al único personaje mediático que les hace la competencia en cuanto a celebridad: el presidente de los EE.UU. Qué Globos de Oro más salvajes: nuestros héroes prometieron destruir tantos muros como se alzaran y nuestro alivio fue instantáneo; tanto como el que sentíamos cuando los medios nos decían que Clinton iba a arrasar porque el eco que tiene esa parte cosmopolita y progresista de la sociedad norteamericana pesa más que los millones de votantes que acabó teniendo Trump. George Clooney, Matt Damon, todos ayudaban a Clinton, y claro, su victoria era innegable.
Pues bien, este año, con unas políticas procedentes de la Casa Blanca que continúan yendo de la mano de declaraciones de tinte más bien xenófobo y supremacista, y con un Hollywood que ha hecho poca cosa más allá de unos cuantos tweets de dudoso carácter revolucionario, los focos parecen haber señalado un problema, que si bien no es desasociable de Trump, alcanza un horizonte mucho más amplio: el acoso sexual, la violencia de género, el abuso de poder, en definitiva, esa creencia tan desgraciadamente popular en nuestra cultura de que el hombre tiene para con la mujer una clase de derechos que no ocurren cuando el orden es invertido.
Se sabía desde hacía unas cuantas semanas que la gala sería de todo menos tranquila. Hollywood fue azotado hace unos meses con el peor de todos los escándalos: Harvey Weinstein, uno de los productores cinematográficos más importantes de nuestro tiempo, era acusado de violación, acoso sexual y extorsión por decenas de actrices y otras mujeres del sector. A este atroz descubrimiento, le siguieron muchos otros (algunos tan personalmente decepcionantes como el de Kevin Spacey) y el suelo sobre el que se erguía toda la maquinaria de Hollywood quebró irremediablemente. Lo que parecía un escándalo de proporciones más o menos controlables, se convirtió en un auténtico movimiento feminista.
El contenido de dichos discursos, no en lo que subrayan sino en lo que dejan fuera, evidencia hasta qué punto el camino por recorrer es aún mucho más largo de lo que hemos podido ver con los gritos de esperanza de estas actrices.
Tampoco es de extrañar que algo así sucediese si se tiene en cuenta la incesante lucha por los derechos de la mujer, a pesar de su lenta evolución: cuanto más real se haga el miedo de llegar a ser oprimidas, más despiertas encontrarán a las mujeres. Políticos como Trump u otros representantes políticos de los nuevos partidos populistas de ultraderecha, cuyos valores retrogradas y machistas contagian una cantidad vergonzosa de países, parecen haberse especializado en aflorar estos sentimientos y dar voz a una nueva conciencia de la cual hemos podido ver su flagrante impacto gracias a iniciativas como el #MeToo.
Llegó pues, el preestreno más esperado de Hollywood. Después de meses de reclamar su papel no sólo como trabajadoras dignas de igualdad salarial y un trato exento de agresiones sexuales sino como mujeres al frente de una nueva era, empezaron a desfilar todas vestidas de negro por la alfombra roja; algunas hasta llevaron activistas de pareja, como si de complementos se trataran. Los hombres se sumaron, a pesar de que pocas veces vistan de otro color, y entre #WhyWeWearBlack y #TimesUp se dio comienzo a la gala.
Vi con suma atención los discursos de Nicole Kidman, Laura Dern, Frances McDormand, Elizabeth Moss, las breves palabras de Reese Whiterspoon tras la victoria de ‘Little Big Lies’ y ese intento de clímax protagonizado por Oprah al aceptar el Cecil B. DeMille, entre muchos otros. No voy a juzgar la calidad de los discursos en sí o demás comentarios de la noche porque lo cierto es que ninguna de las personas que habló son oradoras profesionales, ni yo soy quien para hacerlo, pero creo que el contenido de dichos discursos, no en lo que subrayan sino en lo que dejan fuera, evidencia hasta qué punto el camino por recorrer es aún mucho más largo de lo que hemos podido ver con los gritos de esperanza de estas actrices.
Ante todo querría aclarar que nada de lo que exprese en las siguientes líneas debería desmerecer la importancia de que en una industria con semejante repercusión mediática como Hollywood se haya decidido hablar abiertamente del machismo y el abuso de poder, porque se mire como se mire, este tipo de visibilidad aumenta vertiginosamente el ritmo al que pueden hacerse todos los cambios por los que se llevan años luchando.
El problema es otro. Tiene poco que ver con ellas, actrices, y mucho que ver con nosotras, espectadoras. Mi problema es ver cómo un conjunto de mujeres privilegiadas le piden al mundo que se las escuche y de repente todo se para. Se suben al escenario y hablan del cambio que se avecina, de todo lo que han conseguido estos últimos meses al destapar lo que llevaba tiempo siendo silenciado; se agradecen las unas a las otras su valentía y animan a que el ruido nunca cese y todo el mundo pueda unirse a su revolución.
¿No resulta gracioso y enfurece por igual que en el mismo gesto de defender a la mujer dejen de lado todas aquellas que las han precedido, cuya lucha lleva persistiendo durante siglos?
Y no hablo de madres y hermanas, o de los personajes que interpretan; como siempre dicen, hablo de activistas y de mujeres que viven en el anonimato del día a día, cuyas historias no habrían escuchado nunca. Hablo de todas las que trabajan ayudando a las víctimas de violencia machista, de profesoras, de periodistas o escritoras, de mujeres que escogen a consciencia militar la defensa de nuestros derechos y que por no protagonizar escenas dignas de la pantalla, quedaron fuera de los discursos. Puestos a politizar la gala hasta tal extremo, aquella también era una noche para agradecerles a ellas todo el camino que nos abren año tras año y sin las cuales no podríamos avanzar de la misma forma. Para todos los que aquí piensen que Oprah ya hizo su qué colando a Rosa Parks en su discurso, además de estas mujeres que vengo reivindicando, sólo puedo decir que los casi diez minutos de mitin político en forma de narración pomposa/sueño americano/tendencia obamista me parecieron suficientes como para llegar al colapso.
¿No resulta gracioso y enfurece por igual que Nicole Kidman hable del poder de las mujeres encorsetada en su vestido y luciendo una sonrisa hartas veces operada? ¿No es, precisamente ella, víctima ejemplar del canon de belleza que los hombres han forjado durante el último siglo y con el que se ha perpetuado la cosificación de la mujer? Y no, esto no va a quitar que haya hecho interpretaciones sublimes, pero que se hable de nuestras capacidades e independencia respecto al género masculino exhibiendo simultáneamente este tipo de comportamientome parece como mínimo algo sobre lo que se debería reflexionar.
Y me enfurece todo esto, ya sin resultarme gracioso, porque en el momento en el que lo que nos mueve en parte a posicionarnos a favor de este movimiento es ver a estos personajes ficticios abogar por nuestros derechos, en el momento en que no encontramos la fuerza para empezar por nosotras mismas, mujeres reales, este mismo movimiento, y que pueda resonar en cada rincón de este planeta como Hollywood ha conseguido.
Me imagino cuántas personas habrán empezado a reaccionar de manera contundente a este conflicto después de ver a sus heroínas, a sus actrices preferidas, afectadas. Repito: bienvenidas sean todas las que despiertan ahora, ¿pero es que alguien pensaba que no era así?, ¿que el mercado laboral, y de hecho todos los aspectos de nuestra vida, no estaban manchados ya de machismo y violencia? Que las víctimas no sean objeto de nuestra más devota admiración no quiere decir que no existan o que no requieran la misma atención.
Porque sí, hay algo casi religioso en la forma en que tratamos a estas estrellas. Mitificamos quiénes son, las convertimos en semidiosas hasta tal punto que, para una cantidad muy poco saludable de espectadoras, sólo cuando ellas nos dan la fuerza para reivindicarnos como mujeres, nos la empezamos a creer. Parece que todo ser humano necesita ser guiado por una fuerza superior, llámese Dios, llámese Meryl Streep, y que vivamos a merced de sus dosis de adrenalina.
Así que, por primera vez, no puedo comprar el espectáculo; ni puedo comprar a las actrices que hablan de forma egocéntrica y reciben todos los aplausos por una revolución cuya base lleva años construyéndose con manos anónimas y que en diversas ocasiones ellas mismas han contradicho, ya sea con su apariencia o sus papeles; ni puedo comprar a las espectadoras que sonríen en casa pensado que gracias a este acto de valentía hollywoodiense el cambio empieza ahora. El cambio se vive y hace cada día y no hay cámaras que nos graven.
A propósito del título, lo titulo preestreno porque intuyo que los Oscar serán el gran estreno final. Pero eso ya es otro artículo.
Ésta es una explicación sin ánimo de lucro.
¿Quieres recibir más explicaciones como esta por email?