El gigante asiático no quiere frenar su expansión y para ello ha ideado un proyecto económico y geopolítico de gran envergadura: la Nueva Ruta de la Seda, que se extenderá por Asia, Oriente Medio, África y Europa.
El gigante asiático no quiere frenar su expansión y para ello ha ideado un proyecto económico y geopolítico de gran envergadura: la Nueva Ruta de la Seda, que se extenderá por Asia, Oriente Medio, África y Europa.
Hermetismo, semi-autoritarismo, represión, caciquismo y opacidad. Estas son algunas de las palabras que los expertos suelen utilizar para definir el régimen del fallecido presidente de Uzbekistán, Islam Karimov. El líder del Estado más poderoso de Asia Central, que llevaba gobernando el país uzbeko desde 1990 –cuando aún era conocido como la República Socialista Soviética de Uzbekistán– murió el 2 de septiembre de 2016.
Su muerte repentina ha causado preocupación en la comunidad internacional, pues el Estado uzbeko es un enclave geoestratégico de gran importancia para las grandes potencias internacionales. Así, una sucesión lenta en el poder hace temer la reavivación de viejas tensiones presentes en el país, algo que podría causar una desestabilización regional y poner en peligro los intereses de dichas potencias.
Pero, ¿quién era Islam Karimov?, ¿por qué Uzbekistán es tan importante?, ¿cuáles son los peligros asociados a su muerte? Analicemos algunas de estas cuestiones.
Uzbekistán no siempre ha ocupado el territorio que hoy en día posee. De hecho, ni siquiera podía considerarse un país unificado antes de la llegada de los soviéticos. En el período previo a la implantación del modelo soviético, la organización política de los territorios al sur y este del Mar de Aral se basaba en kanatos y federaciones tribales más o menos relacionadas entre sí.
Con el triunfo del socialismo en Rusia y la expansión de la revolución a los territorios de Asia Central, este sistema de organización política quedó completamente erradicado y se implementó un modelo soviético basado en una fuerte administración estatal centralizada gobernada por unas poderosas élites políticas.
Islam Karimov formaba parte de esta oligarquía. El presidente ascendió al poder en 1990, un año antes de la caída de la URSS y el nacimiento de un Uzbekistán independiente. Con el desmembramiento de la Unión, Karimov y su séquito político no sólo se mantuvieron en el gobierno sino que aprovecharon la desconexión de Moscú para incrementar su poder. A partir de ese momento, se intensifica una política basada en la centralización, el semi-autoritarismo y el culto a la personalidad entorno a la figura del propio Karimov.
Sin embargo, el fallecido líder uzbeko no sólo aprovechó las estructuras políticas del país para afianzar su poder sino que se vio beneficiado por la política soviética implementada en Asia Central. Para debilitar la resistencia de la sociedad a la influencia rusa, los líderes soviéticos diseñaron un proceso de ingeniería geográfica que básicamente reestructuraría las fronteras de los países centroasiáticos para conseguir dos objetivos: 1) El fraccionamiento del mundo turco-musulmán, y 2) La división de los grupos étnicos históricos.
Este proceso no sólo conllevó el debilitamiento de los principales ejes de resistencia que Karimov podía encontrar en Uzbekistán sino que comportó un enorme coste para Tayikistán, que perdió las emblemáticas ciudades –especialmente para el mundo musulmán– de Bujara y Samarkanda, y la región del Valle del Ferganá. Todos ellos enclaves estratégicos entregados a Uzbekistán.
La creación de un Estado con una administración férrea, afianzado en una oligarquía dominante, y con los principales focos de oposición desmembrados, fue el caldo de cultivo perfecto para que Islam Karimov gobernara a su antojo. No obstante, la reestructuración territorial que permitió a Uzbekistán absorber las regiones tayikas fue la clave para el auge del país que, gracias a eso, pudo actuar como potencia contestataria al hegemón natural: Kazajstán.
El país de los kazajos es el Estado más grande de Asia Central, con conexiones comerciales en China y un apoyo incondicional de Moscú, que ha creado y financiado directamente gran parte de su poder militar. En este sentido, Kazajstán siempre se ha erigido como la potencia hegemónica regional.
Sin embargo, la situación geográfica de Uzbekistán, la asimilación de los territorios mencionados anteriormente, y los movimientos políticos de Karimov cambiaron el panorama. En primer lugar, el control del Valle de Ferganá dio a los uzbekos la capacidad de absorber el flujo principal del río Syr Darya –además de controlar la parte baja del río Amu Darya–, lo que les permitió (vía planificación soviética) desarrollar una política de explotación agrícola intensiva del algodón. Este hecho, ha convertido Uzbekistán en el principal productor de algodón a nivel global, según el gobierno, o en el segundo, según datos de la OMC.
En segundo lugar, observamos que Uzbekistán es un territorio bendecido por los recursos naturales. Con una importante reserva de petróleo, unas reservas probadas de casi dos billones de metros cúbicos de gas natural, y siendo el séptimo productor de oro mundial, el país uzbeko ha desarrollado una grandísima industria extractiva que alimenta gran parte de su economía.
Así pues, Uzbekistán es un país que ha experimentado un importante crecimiento basando su economía en la extracción de recursos fósiles y minerales, y en la explotación intensiva del algodón.
Este hecho ha revertido en un crecimiento poblacional que hace que el país tenga un mercado de 31 millones de personas (siendo el Estado más densamente poblado de Asia Central con 69 habitantes por km2), algo que despierta el interés de China y Occidente, que ya han establecido vínculos comerciales con los uzbekos. De hecho, este interés comercial y la situación geográfica de Uzbekistán han hecho que el país sea clave en la constitución de la “nueva Ruta de la Seda”, marcando el flujo comercial terrestre entre Asia y Europa.
Sin embargo, la geografía y la economía no explican por sí solas el auge del Estado uzbeko como hegemón regional. Si bien las élites políticas uzbekas han ido sangrando los beneficios económicos del país, manteniendo una opacidad en las cuentas estatales para apropiarse de parte de los ingresos derivados de la extracción de crudo y gas natural, Karimov y su séquito han tenido una habilidad política que ha marcado la diferencia con Kazajstán.
Mientras el gobierno kazajo se ha mantenido fiel a Moscú, incluso después de la caída de la URSS, la política exterior de Karimov se ha basado en una alternancia de períodos de aproximación a Estados Unidos con períodos de alianza con China o Rusia. De hecho, Uzbekistán es el Estado de la región que ha querido desvincularse más de Rusia, buscando librarse de su influencia. Esto ha provocado que ambos países mantengan una relación de tensa cordialidad, sin llegar a romper sus relaciones.
Pero ¿por qué el gobierno de Karimov ha actuado así? Sabiéndose un actor clave de la geopolítica internacional, por sus reservas de recursos fósiles y su situación geográfica, Uzbekistán ha llevado a cabo una política de alianzas variables con el objetivo de no “casarse” con ninguna potencia internacional y así, beneficiarse de todas. En este sentido, un claro ejemplo es que el principal aliado de Estado Unidos en la región es, precisamente, el Estado uzbeko, que permitió a los estadounidenses asentar una base militar en el país para preparar la invasión de Afganistán.
Esta alianza militar, que se mantiene hasta hoy en día, ha comportado una importante retribución para Uzbekistán. Como compensación, y bajo el objetivo de acabar con la amenaza islamista (que en este país toma el nombre de Movimiento Islámico de Uzbekistán), EE.UU. ha dado un empuje vital a las fuerzas armadas de Karimov, convirtiendo Uzbekistán en la primera potencia militar de la zona, por encima de Kazajstán. Así es como el Estado uzbeko ha acabado de disputar a los kazajos la hegemonía de la región.
Aunque el liderazgo autoritario de Karimov comportó el “auge” del país, la inseparable vinculación del dictador con el propio Estado hace temer que su muerte provoque el caos. Por una parte, la pérdida de la figura del líder de uno de los regímenes más herméticos del mundo, puede generar una nueva carrera de las grandes potencias en Asia Central, buscando crear nuevas alianzas políticas, económicas y militares en Uzbekistán. Esto comportaría reavivar el “Gran Juego” que se vive desde hace siglos en la región.
Por otra parte, en un país dónde hay tensiones étnicas y religiosas, la falta de una transición pautada y pacífica podría llevar a graves disturbios que añadieran tensión a la región. En este sentido, la preocupación de la comunidad internacional reside precisamente en el daño que ha hecho el régimen de Karimov al mundo musulmán, que se ha visto perseguido durante todos sus años de gobierno.
Así, la muerte de Karimov puede suponer un alivio a la presión que sufre el Islam en Uzbekistán pero también puede significar la aparición de una reacción igual de brutal por parte de ciertos sectores de la población, que pueden verse influenciados por el Movimiento Islámico de Uzbekistán.
La desaparición del dictador también puede generar una relajación de las fuerzas armadas y una reducción de los controles en la frontera con Afganistán, lo que facilitaría el avance del extremismo islámico desde el país vecino. Este es un hecho que preocupa especialmente, pues siempre se ha temido una alianza entre los talibanes y el Movimiento Islámico de Uzbekistán, cuyo objetivo es la instauración de un Estado Islámico regido por la Sharia en el país uzbeko.
De momento, parece que Uzbekistán tiene un líder temporal, Shavkat Mirziyoyev, que fue Primer Ministro desde 2003 hasta que la Asamblea Suprema lo designó como presidente interino del país. Y, aunque Karimov no señaló nunca a Mirziyoyev como su sucesor, parece ser que sí era su opción predilecta, algo que, por una parte, podría calmar los temores de la comunidad internacional respecto a la sacudida que podría provocar un vacío de poder en Uzbekistán pero que, por otra parte, podría significar que el país seguirá el mismo rumbo: el del autoritarismo, la represión de la población disidente, y la corrupción a gran escala.
Ésta es una explicación sin ánimo de lucro.
Cuando el expresidente de Estados Unidos, George W. Bush, ostentando el liderazgo de una coalición internacional, inició la invasión de Irak en el año 2003, muchas voces ya señalaron que aquella guerra tenía poco que ver con la búsqueda de armas de destrucción masiva o con derrocar un gobierno patrocinador del terrorismo internacional. Más bien, la guerra tenía otro objetivo: controlar el petróleo de la región.
Así pues, el nuevo siglo presenciaba un escenario que el siglo XX ya había visto: el conflicto armado por el control de recursos estratégicos. Estos recursos —que solemos asociar con el gas natural, el crudo o minerales como el coltán— son estratégicos en la medida en que otorgan poder a aquel que los controla y, en consecuencia, suelen estar muy disputados. No obstante, la importancia de los recursos es relativa y va variando a lo largo del tiempo. Es aquí donde entra en juego el agua, recurso natural esencial que diversos expertos, como el profesor del Five College Consortium, Michael Klare, apuntan que será el recurso estratégico del siglo XXI.
Históricamente, al tratarse de un recurso vital para la supervivencia de la población, el agua dulce ha marcado la localización de las sociedades humanas. Hoy en día, además, el agua no solo se utiliza para el consumo humano sino que se ha convertido en un importante recurso energético e industrial. De esta manera, el crecimiento de la población y el desarrollo industrial global han provocado que la demanda de agua haya crecido enormemente en las últimas décadas (por ejemplo, solo en el período 1980–1995 la demanda creció de 2.800 a 3.700 km3 anuales). Sin embargo, la oferta se ha mantenido constante o incluso ha disminuido como consecuencia de actividades humanas —agrícolas o industriales— que han degradado las reservas existentes.
Esto significa que la necesidad de agua dulce ha ido en aumento mientras que la disponibilidad del recurso es cada vez más baja, dando así lugar a situaciones que se conocen como de “estrés hídrico”. Situaciones en las que los ríos, lagos o acuíferos de una región, habitualmente compartidos por diversos países, no llegan a cubrir la demanda de agua de alguno o de todos los estados. Este es el caso de la región de Asia Central.
Los estados de Kazajistán, Uzbekistán, Tayikistán, Turkmenistán y Kirguistán forman el territorio conocido como Asia Central. Esta región se caracteriza por tener un clima semidesértico en el que las tierras áridas constituyen un 60% del terreno. En este contexto geográfico hay dos sistemas fluviales principales que riegan la región: el río Syr Darya, nacido en la sierra del Tian Shan, y el río Amu Darya, que nace en la sierra del Pamir. Ambos se nutren del deshielo producido en estos sistemas montañosos de Kirguistán y de Tayikistán, respectivamente, y fluyen de este a oeste hasta desembocar en el mar de Aral, ya en tierras de Kazajistán y Uzbekistán.
Siempre que se habla de conflictos fluviales es importante tener en mente la geografía de la región analizada porque el control del flujo de los ríos recae en los estados que controlan su nacimiento. En este caso, los montañosos países de Kirguistán y Tayikistán dominan la fuente de la que beben el resto de los estados del territorio. Es en este punto donde empieza un problema potenciado por las características socioeconómicas y políticas de los países de Asia Central.
La más importante de estas características es la existencia de un modelo económico con un escaso panorama industrial que 1) requiere de una gran explotación del territorio —especialmente del agua—, 2) mantiene a la mayoría de la población empobrecida y 3) tiene dos ciclos distintos y opuestos: el de los países de la estepa y el de los países montañosos.
En general, la economía de la región se basa en la extracción de recursos como el petróleo, el gas o los minerales y en la producción agrícola, principalmente de algodón.
Este modelo es aplicable sobre todo a los estados situados río abajo que, cada vez más, utilizan técnicas de fractura hidráulica y limpieza de terreno arenoso para obtener los recursos fósiles al mismo tiempo que sobreexplotan las zonas cultivables. En conjunto, esto ha provocado que el uso del agua haya aumentado de forma constante en la misma medida en que el territorio ha sufrido una fuerte degradación medioambiental producida por la utilización indiscriminada de productos químicos y pesticidas. El reflejo más grande de esta degradación y de la enorme explotación de los recursos hídricos ha sido la desecación del mar de Aral.
Por otro lado, los estados situados río arriba, Kirguistán y Tayikistán, utilizan el agua de una forma muy distinta: básicamente para la producción de electricidad. Estos países montañosos tienen necesidad de grandes cantidades de energía durante los meses de invierno, cosa que consiguen habitualmente a través de sus centrales térmicas. No obstante, los dos países han cortado el flujo de los ríos que alimentan el Syr Darya y el Amu Darya para construir presas y centrales hidroeléctricas que ayudan a suplir las necesidades energéticas que las centrales térmicas no pueden cubrir.
De esta manera, los intereses de los estados situados río arriba entran en contradicción con los intereses del resto de países de la región: mientras Kazajistán, Turkmenistán y Uzbekistán necesitan grandes cantidades adicionales de agua durante los meses de verano para alimentar sus campos de cultivo, Tayikistán y Kirguistán no tienen necesidad de liberarla para producir electricidad, sino todo lo contrario, tienen incentivos para reservarla. Sin embargo, durante los meses de invierno estos países liberan las reservas acumuladas con tal de hacer funcionar al máximo sus centrales hidroeléctricas, provocando graves inundaciones en los estados situados río abajo.
Ahora bien, esta dinámica no es nueva y la tensión podría evitarse. Desde 1960, los estados de Asia Central tienen un patrón establecido: los países que controlan el nacimiento de los ríos dejan fluir el agua necesaria para los países que se encuentran río abajo —sobre todo en verano— a cambio de que éstos les proporcionen combustibles fósiles suficientes para alimentar sus centrales térmicas, especialmente durante el invierno.
El problema surge cuando, a raíz de la caída de la URSS, todos los gobiernos dejan de actuar de forma coordinada y empiezan a guiarse por sus propios intereses. Es así como los estados dependientes del agua —Kazajistán, Uzbekistán y Turkmenistán— empezaron a encarecer el precio de los combustibles fósiles que vendían a Tayikistán y Kirguistán y a explotar, aún más, las perforaciones de gas y petróleo. De este modo, consiguieron, al mismo tiempo, aumentar su dependencia hídrica y provocar períodos de escasez energética a los estados situados río arriba que respondieron con la construcción de nuevos embalses.
En este momento hay dos factores clave que marcan la tensión en la región. El primero se refiere a las características mencionadas con anterioridad, concretamente a la dimensión social o humana del caso. Los cinco países de la región presentan índices muy bajos de renta per cápita y una igualdad socioeconómica moderada que representa, a grandes rasgos, una igualdad de pobreza entre la población. En este contexto, el 53% de las personas no tienen acceso a agua potable y un 83% no tienen derecho al saneamiento de la misma, según datos del investigador de la UNESCO, Miguel Pérez Martín.
Este panorama enlaza con el segundo punto a tener en consideración: el problema actual se centra en el conflicto que enfrenta Uzbekistán con Tayikistán y Kirguistán, todos ellos países que tienen la densidad de población más alta de Asia Central. Por tanto, en proporción al territorio, estos países cuentan con un volumen más grande de personas que sufren la pobreza y la falta de acceso al agua potable.
Así pues, se puede observar que los principales gobiernos en conflicto son aquellos que reciben una presión más elevada por parte de sus propias poblaciones. El origen de todo el problema reside en que los gobiernos y el aparato institucional de los estados están controlados por élites políticas de herencia soviética que se benefician del modelo económico extractivo implementado en la región. La corrupción que impera en las más altas esferas políticas se basa en la apropiación de buena parte de los ingresos estatales derivados del gas y el petróleo, manteniendo la opacidad en las cuentas comerciales de estos productos. Este sería el caso, sobre todo, de Uzbekistán o Turkmenistán.
Así, mientras la población sufre la pobreza y la escasez de agua, las cúpulas políticas, militares y burocráticas altamente enriquecidas son percibidas, cada vez más, como grandes oligarquías por parte de la población. Para ejemplificar esto sólo hay que fijarse en los gobiernos de Karimov (Uzbekistán, en el cargo desde 1991), Rahmon (Tayikistán, en el poder desde 1992) o Nazarbáyev (Kazajistán, en el cargo desde 1991).
Como respuesta, estas élites, temerosas de perder el poder a raíz de revueltas populares, han canalizado el descontento de la población con un discurso que culpa a los estados vecinos de los problemas de pobreza y falta de recursos hídricos. De tal manera, el mensaje que se intenta transmitir es que la escasez que sufren los habitantes de cada país no es debida a la mala gestión interna sino a la avaricia del resto de países. Por tanto, reclamar cuotas cada vez más altas del agua regional es un acto completamente legítimo.
En este momento, el que muestra más ánimo bélico en su discurso es el gobierno uzbeko contra Tayikistán y Kirguistán. El estado uzbeko es el que más intensivamente está aumentando el uso del agua regional para la explotación de los recursos fósiles y los cultivos de algodón. Al mismo tiempo también es el país con más población (28’7 millones de personas) y el más dependiente del agua de los estados situados río arriba. Pero el hecho que provoca esta beligerancia es que Uzbekistán es el país con el mayor poder militar de la región, cosa que utiliza para amenazar de forma constante a los otros dos estados.
En conjunto, las necesidades económicas, la presión demográfica y la mala relación política de Uzbekistán con Tayikistán y Kirguistán hacen que el gobierno uzbeko perciba que el control del agua que tienen estos dos últimos estados es injusto y reclame cada vez más cantidades de la misma. Contrariamente, las necesidades energéticas de los estados situados río arriba les impulsan a querer incrementar su control sobre el agua para suplir dichas necesidades y ganar una posición dominante.
Esto nos lleva a una situación en que los tres estados quieren aumentar su control sobre los recursos hídricos regionales. En este contexto, hay dos políticas hídricas que se encuentran en el epicentro del conflicto y que pueden causar una verdadera desestabilización regional:
Ante el aumento de la tensión, en las últimas décadas se ha impulsado, a través de la mediación internacional, el uso del marco de negociación de los “acuerdos del mar de Aral” —marco constituido para solucionar el desastre ecológico en este mar— para dialogar y restablecer el patrón de intercambio de la época soviética, habiéndose creado incluso la Organización para la Cooperación en Asia Central.
No obstante, en un futuro inmediato no se prevé que este sea el modelo que fomente la cooperación. Paradójicamente, lo que hace que estos países no entren en conflicto directo es la injerencia internacional. La riqueza en gas y petróleo y la estratégica situación geográfica de la región han hecho que Estados Unidos, Rusia y China hayan establecido vínculos económicos y militares con los países del territorio, a fin de intentar “capturar” Asia Central. Al mismo tiempo, son los propios estados de la región los que, en un intento de ganar una posición superior a la del resto de sus competidores, buscan este tipo de alianzas con las tres grandes potencias.
Así, actualmente hay una gran diversidad de ententes en la región. En primer lugar Rusia, sucesora del eje soviético que anteriormente había dominado el territorio, mantiene una relación privilegiada con Kazajistán (segundo campeón militar regional por detrás de Uzbekistán) y Tayikistán. Mientras que con el gobierno kazajo la relación es más económica, asegurando un flujo comercial de hidrocarburos preferente hacia la Federación Rusa, con Tayikistán la relación está basada en la seguridad, a través de la presencia militar rusa en territorio tayiko, especialmente a lo largo de su frontera con Afganistán.
En segundo lugar, Estados Unidos ha aprovechado las débiles relaciones de Rusia con dos de los estados de la región para penetrar en el territorio. En este sentido, el gobierno norteamericano se ha vinculado estrechamente con Uzbekistán, donde ha establecido su presencia militar, y con el estado más “internacionalmente cerrado”, Turkmenistán, con el que ha incentivado una relación comercial preferente a fin de asegurar el control de los hidrocarburos del país.
Finalmente, China se está haciendo un hueco mediante la apertura de una nueva “ruta de la seda”. El gobierno ha fomentado un aumento de las relaciones comerciales con Kazajistán y Kirguistán, hecho que se hace especialmente patente con el proyecto de un oleoducto transcontinental que atravesará el territorio desde el mar Caspio hasta la provincia china de Xinjiang.
Lo que se puede observar es que la competencia interna unida a los intereses de las potencias internacionales está dando lugar a alianzas políticas, económicas y militares que, en principio, podrían suponer un aumento de la hostilidad y la inestabilidad regional.
Las mismas potencias internacionales ya están utilizando el conflicto hídrico como método de presión indirecta. Por ejemplo, el apoyo económico ruso a la presa del Rogun, impulsada por Tayikistán, es una forma de enfrentarse, indirectamente, con el “enemigo” regional de Rusia, Uzbekistán. A la vez, esta jugada supone un aviso para el aliado internacional de este país, es decir, para Estados Unidos.
Sin embargo, parece evidente que, en este momento, ninguna de las grandes potencias internacionales con incidencia en el territorio quiere iniciar un conflicto con las demás. De tal manera, sabiendo que si sus aliados regionales entran en conflicto deberán responder apoyándolos, son las propias potencias las que se encargan de rebajar la tensión entre los estados de Asia Central, a fin de evitar iniciar un conflicto indirecto a través de sus campeones regionales. Así, incluso la presencia de tropas estadounidenses y rusas en algunos de estos países sirve como desincentivo para una eventual escalada de tensiones y, además, son útiles para controlar factores desestabilizantes internos como el terrorismo. Esto también significa que el equilibrio es precario porque si estalla una confrontación entre alguna de estas tres potencias, éstas ya no tendrán interés en pacificar las relaciones entre los países de la región.
En cualquier caso, mientras el panorama internacional se mantenga tal y como está, todo apunta a que se intentarán encontrar soluciones pacíficas al conflicto por el agua de Asia Central. A pesar de las tensiones, en 2008 se formalizaron una serie de acuerdos para garantizar el cumplimiento de la dinámica histórica sobre los recursos: los países situados río arriba dejarán fluir el agua necesaria para los países situados río abajo a cambio de que éstos cedan provisiones a Kirguistán y Tayikistán del carbón, gas y petróleo necesarios para alimentar sus centrales térmicas, siguiendo los patrones estacionales que han calificado como “heating season” (temporada de calefacción) y “vegetation season” (temporada de la vegetación).
Si bien es cierto que, de forma regular, los gobiernos de los diferentes estados (especialmente los uzbekos, tayikos y kirguizos) siguen atándose entre sí y reclamando cuotas mayores del agua regional, la situación se mantiene estable. La incidencia internacional es la garantía del cumplimiento de los acuerdos estacionales y, por el momento, nada apunta a que el panorama vaya a cambiar.
Ésta es una explicación sin ánimo de lucro.
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