La banalización de la guerra
Cuando se trata de conflictos armados, la mayor parte de los imaginarios colectivos se encuentra saturada por una concepción de los mismos en la que observar la confrontación del bien contra el mal suele primar por encima del reconocimiento de sus consecuencias humanitarias. Nociones muy particulares de justicia, democracia y libertad —justificantes de primer orden tanto en la materialización como en el sostenimiento de cualquier guerra— han sido tan profundamente interiorizadas por las colectividades, que el sufrimiento humano de la población civil —esa que con frecuencia apenas alcanza un estatus de «daño colateral» en los discursos de jefes de Estado y de Gobierno, o líderes militares—, es revestida con un manto de banalidad frente al costo de la guerra.
Después de todo, en la guerra —dicta el sentido común— «las bajas» son inevitables, y siempre serán un precio “justo” cuando se trata de librar al mundo de sus enemigos; aunque la mayor parte de éstos sólo lo sea por no compartir una misma matriz axial, un mismo credo, o una misma forma de gobierno. Así, realidades muy concretas son moralmente validadas: el genocidio permanente que comete el Estado de Israel en contra de la población palestina, desde hace medio siglo, es justificable sólo por la presencia del fantasma del holocausto; las seis mil muertes ocasionadas por los atentados en contra del World Trade Center de Nueva York, en 2001, justifican las seis mil vidas iraquíes que el ejército estadounidense arrebata por mes; la captura de Mosul, en Siria, justifica la devastación total de la ciudad; y así sucesivamente.
Yemen: el conflicto y sus cifras
Yemen es un eslabón más dentro de esta larga cadena de conflictos armados en los que la vida misma, tanto para las partes beligerantes como para los observadores de la situación, es apenas un elemento tangencial alrededor de un conjunto de eventos mucho más complejo. Esto implica intereses geopolíticos específicos de varios Estados coaligados; entre ellos Arabia Saudí, Emiratos Árabes Unidos, Kuwait, Bahréin y Qatar. Y aquí, son las oposiciones existentes entre maneras particulares de decodificar un credo, por un lado; y entre los proyectos nacionales de las culturas propias de la región y el intervencionismo militar de Occidente, por el otro; las que validan la devastación de miles de vidas.
Por supuesto arrebatar mil vidas humanas no es más grave que arrebatar sólo una: la única diferencia entre uno y otro hecho es la posición ética particular de quien considera que una muerte no significa tanto como otras novecientas noventa y nueve. Sin embargo, si de algo sirve reducir la realidad yemení a una métrica, lo cierto es que ésta se cuenta por millones en cualquiera de los rubros que organizaciones como Naciones Unidas han designado para caracterizar a una crisis humanitaria.
En términos humanitarios, por ejemplo, la Organización Mundial de la Salud (OMS) contabilizó, únicamente para los últimos tres meses de 2017, más de cuatrocientos mil brotes de cólera —el segundo mayor caso del año—, con el cuarenta por ciento de los registros entre los menores de quince años de edad, y un tercio de los decesos entre la población mayor de sesenta años. Dos años de conflicto, de acuerdo con el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), han destruido los sistemas público y privado de salud del país, por lo que menos de la mitad de los centros sanitarios se encuentran en plena operación; lo que se suma a una reducción de dos tercios en las importaciones yemeníes de medicamentos, respecto de 2014.
La Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) añade a lo anterior que poco más de diecisiete millones de yemeníes se ven imposibilitados para acceder al mínimo de condiciones alimentarias para mantenerse con vida. Si se toma en cuenta que la población total del país ronda los veintisiete millones, se deduce que sólo el treinta por ciento de los habitantes cuentan con recursos nutrimentales suficientes. Por eso el dato no es menor: no únicamente se trata de que los alimentos que están llegando al país son escasos, sino que, además, los que llegan ven aumentar su valor en el mercado de inmediato debido, en principio, a las condiciones propias del conflicto; pero sobre todo, al sistemático encarecimiento y acaparamiento que tanto grupos militares como empresarios realizan para incrementar sus ganancias.
Diversas agencias, órganos, fondos y organizaciones internacionales (gubernamentales, empresariales y no gubernamentales), así como algunos Estados alrededor del mundo se han enfocado en coordinar esfuerzos para hacer llegar los medicamentos, los alimentos y otras provisiones que se requieren en Yemen para poder —por lo menos— hacer frente a una parte de la crisis. Aunque lo cierto es que los intereses geopolíticos que se encuentran en juego son lo suficientemente sólidos como para continuar con la fragmentación social, cultural y territorial de la sociedad yemení; a la manera en que se ha hecho en Siria.
Visualizar el conflicto entre suníes y chiíes es un paso importante para comprender la complejidad de los eventos que se desarrollan en la región. Sin embargo, no es suficiente. A las armas que Occidente, en general, y Estados Unidos, en particular, no dejan de enviar (y vender) a sus principales monarquías islámicas aliadas debe añadirse el reconocimiento de la importancia que reviste Yemen, en el marco geográfico que configura, junto con Yibuti, en el estrecho de Bab-el-Mandeb, indispensable para mantener el control de los flujos de petróleo entre el Océano Indico, el Golfo de Adén y el Mar Rojo; y entre éste y el Mar Mediterráneo.
No es coincidencia que justo cuando la República Popular de China comenzaba a materializar sus planes para abrir una base militar en Yibuti (inaugurada el pasado primero de agosto), el contexto de los acuerdos nucleares -entre Irán, por un lado, y Estados Unidos, Reino Unido, Francia, Rusia, China y Alemania, por el otro- sirviera de pretexto para la conformación de una coalición militar árabe en contra de Yemen, a la manera en que las proxy wars funcionan desde los años gloriosos de la Guerra Fría.
La ayuda humanitaria como herramienta de control político
Prevenir que los rivales de Estados Unidos (principal consumidor de petróleo, para aplicaciones militares, en el mundo) y sus aliados controlen el flujo de energéticos que transita por esta zona es un elemento clave de la guerra en Yemen, pues su ocupación militar mientras dura el conflicto no sólo facilita la creación de cercos marítimos y aéreos que regulen el tráfico, sino que, con posterioridad a la guerra, la tarea de reconstruir el espacio, las instituciones y el tejido social aniquilado posibilita el establecimiento de regímenes político-militares ad-hoc a los intereses geopolíticos de las potencias victoriosas.
La ayuda humanitaria que diversos Estados destinan a Yemen, por lo anterior, debe leerse en esta clave geopolítica. En especial, cuando se trata de la cooperación y los flujos que envían Rusia, Estados Unidos, Irán y China. Y es que por mucho que se adjetive a este tipo de eventos con el mote de «humanitaria», las cadenas logísticas establecidas para su llegada, los sistemas de infraestructura instalados para su distribución, y los espacios territoriales de excepción (o tregua) en los que se desenvuelven sus actividades no únicamente sirven para auxiliar a la población objetivo, sino que, asimismo, funcionan como un elemento de presencia y contención.
Las veintitrés toneladas de ayuda humanitaria que envió Rusia a Yemen, en julio pasado; y los más de ciento cincuenta millones de yuanes (dos mil veinticinco millones de dólares) que China hizo llegar al gobierno Yemení, por esas mismas fechas, forman parte de una estrategia soft para contener y enfrentar a la presencia que mantiene Estados Unidos en el Golfo de Adén —desde que en 2015 envió portaaviones y otro tipo de maquinaria militar. El bloqueo aéreo y naval que Arabia Saudí y sus aliados mantienen desde 2015 a cualquier cargamento de ayuda humanitaria que no provenga de sus propia coalición, en este sentido, tiene un doble fondo: congela la capacidad de aprovisionamiento de sus enemigos militares, por un lado; y por el otro, restringe al mínimo los contactos de los oferentes externos con las milicias internas.
Por eso, a pesar de los esfuerzos que desde Naciones Unidas se coordinan para atajar sectores específicos (alimentación, salud, vivienda, etc.), la realidad es que el cerco militar no cederá, como tampoco lo hizo en Irak, en Afganistán y en Siria. Y la cuestión es que los intereses geopolíticos envueltos en la región cubren a una porción de territorio y a capitales tan bastos que la simple urgencia de detener el deterioro humanitario yemení no va a ser suficiente, ni en el presente ni en un futuro cercano, mientras la correlación de fuerzas entre China, Rusia y Estados Unidos no se estabilice —algo que se antoja difícil en el actual contexto petrolero mundial.
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