Se dice, entre algunos estudiosos de la materia como Michael Johnston, que medir la corrupción es más difícil que medir la democracia. Así, los índices más extendidos están basados en la percepción que distintos ciudadanos tienen sobre ella. Entre los principales organismos que intentan medir la corrupción encontramos a Transparencia Internacional, Political Risk Services, The Economist Intelligence Unit o Freedom House, quienes basan sus resultados principlmente en cuestionarios acerca de la experiencia de ejecutivos o una evaluación de ciertos expertos, produciendo resultados no del todo comparables y poco precisos.
Otros intentos más fiables para algunos autores serían las evaluaciones y estadísticas que ofrece la División de Prevención y Justicia Criminal de las Naciones Unidas, que analiza especialmente el poder judicial, la independencia, esfuerzos de investigación, entre otros. Pero entre los índices más extendidos, valorados y popularmente conocidos está el de la Percepción de la Corrupción (CPI por sus siglas en inglés) de Transparencia Internacional (TI) que, en palabras de Johnston, constituye el mayor esfuerzo para medir y comparar los niveles percibidos de corrupción.
¿Cómo funciona el CPI?
TI define corrupción como “el abuso de poder por y para el beneficio privado, daña a todos quienes su integridad, condiciones de vida y en última instancia felicidad, dependen de la integridad de las personas en posiciones de autoridad”. El CPI consiste en una serie de encuestas y estudios sobre las propias experiencias con distintas modalidades de corrupción (soborno es la más repetida), su generalización, intensidad o número de casos, generando una serie de cifras, coeficientes y medias cuyo resultado final es un número del 1 (percepción de mayor corrupción) al 100 (percepción de ausencia de corrupción).
El índice de Percepción de la Corrupción clasifica a los países y territorios en base cuán corrupto es percibido su sector público. Es un índice compuesto -una combinación de encuestas- basándose en los datos relacionados con la corrupción recogidos por una variedad de instituciones de renombre. El índice refleja los puntos de vista de los observadores de todo el mundo, incluidos los expertos que viven y trabajan en los países y territorios evaluados. Por lo que resulta relativamente plausible establecer un ránking, donde por ejemplo Dinamarca, Nueva Zelanda y Finlandia ocupan los primeros puestos, mientras que Sudán, Afganistán y Somalia ocupan los últimos puestos del CPI de 2013.
Sus limitaciones
No obstante, su mayor hándicap es que las mediciones en base a las percepciones pueden verse afectadas por la cultura popular o escándalos mediáticos utilizados de forma políticamente interesada. En este sentido son numerosos los estudios -comoDi Tella & Franceschelli- que aseguran que la utilización de casos de corrupción con fines electoralistas a través de los medios de comunicación son constantes. Para ellos, la corrupción sería un problema estructural pero que mediáticamente puede funcionar y configurarse como una de las “armas arrojadizas” más recurrentes (por ejemplo; portadas con casos de corrupción) por su instantánea y aparentemente inequívoca vinculación entre un político o funcionario y un delito. El sujeto se convierte así en un delincuente y un corrupto que aunque no acabe en la cárcel estará desacreditado o muy poco legitimado para el servicio público.
¿Qué dicen los otros índices?
Por contraparte, en un esfuerzo de medir ‘la corrupción al estilo de las superpotencias’ se encuentra Tax Justice y su índice “financial secrecy index”, el cual sitúa a Suiza, Luxemburgo, el Reino Unido y a los Estados Unidos (y sus satélites, los paraísos fiscales) como líderes en desvío de capitales a paraísos fiscales donde los más grandes bancos y empresarios (y a veces políticos), con la ayuda de los mejores abogados y en colaboración con determinados políticos, desfalcan las arcas públicas y no pagan unos impuestos acorde con su alto nivel de ingresos, llegando a defraudar miles de millones de dólares. Este índice alternativo se basa en distintos análisis de los sistemas judiciales, los flujos de capital a paraísos financieros y operaciones financieras de las que informan distintas ONGs, entre otros. Y según Naciones Unidas, supone una pérdida significativamente mayor de patrimonio que la corrupción en su concepción y práctica tradicional, en concreto, $900 billones. Por los 20 o 40 billones que produce la corrupción política o funcionarial.
Por último, Michael Johnston en Syndromes of Corruption, argumenta que aunque es casi imposible medir la corrupción con relativo acierto, sería factible identificar y comparar los síndromes de la corrupción a través del estudio de los patrones subyacentes de participación política y económica (en los modos que la gente persigue, usa e intercambia riqueza y poder), y de la evaluación de la fortaleza o debilidad de las instituciones que sustentan y contienen esas actividades sociales. Esto es, a partir del estudio del buen funcionamiento, o no, de las instituciones, y a partir de analizar las oportunidades económicas y políticas que ofrecen éstas a los ciudadanos se puede clasificar las actividades corruptas en cuatro tipos; (1) Élites-carteles, (2) Oligarquías y Clanes, (3) Red de intereses (político-burocráticos), y (4) Official Moguls.
Es decir, estos síndromes serían las señales de un cierto nivel de democratización, nivel de separación de poderes, participación ciudadana en la vida política, apertura económica, etc. cuyos resultados en conjunto ubicarían a un país en una de las cuatro categorías. Así, Johnston ubica por ejemplo a Alemania tras la reunificación y el conflicto de intereses de algunas de sus grandes empresas dentro del “Élites-carteles”, Italia y su partitocrazia junto con el papel de la mafia como institución dentro de las “Oligarquías y clanes”. Rusia y su Partido-Estado para la “Red de intereses” y para ilustrar loss Official Moguls señala los ejemplos de China, Kenia o Indonesia.
Hacia un modelo más participativo
Por lo tanto, diversas son las formas de medir, o al menos, aproximarse a sospechar cuán corrupto se encuentra el sistema, aunque eso sí, teniendo siempre como modelo la democracia liberal representativa, con su separación de poderes y la garantía de algunas libertades individuales y derechos políticos. Freedom House es un buen ejemplo de esta noción de democracia, alejándose de modelos más directos y participativos.
Pero ¿no es compatible, y probablemente necesario, que en pos de reducir los niveles de corrupción el sistema democrático vire hacia un modelo más participativo?
Efectivamente, numerosas propuestas como por ejemplo los Presupuestos Participativos o la Economía del Bien Común apuestan por la participación directa y la “vuelta a lo local” en la gestión de lo público siendo transversal esos dos conceptos en toda relación económica y social dentro y fuera de la comunidad. No obstante, el modelo de democracia liberal representativo centralizado, que además está instaurado como el menos malo en el inconsciente colectivo de las clases dominantes, sigue considerándose el gran obstáculo.
Foto de Portada: Un stop convertido en cartel anticorrupción. Flickr / kmillard92
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One comment
rosario ribera
04/11/2018 at
excelente trabajo