“El pueblo sólo es soberano el día de las elecciones,” dijo el poeta gallego Alfonso Daniel Rodríguez Castelao. Y todo apunta a que muchos tunecinos se sienten así. El país se enfrenta en menos de un mes a dos citas electorales: unas elecciones legislativas el 26 de octubre y unos comicios presidenciales el 23 de noviembre. Ambos comicios darán el pistoletazo de salida a la tercera fase dentro del proceso de transición iniciado tras el derrocamiento de Ben Ali – la primera la representaron las primeras elecciones, y la segunda se vio simbolizada por un proceso de Diálogo Nacional en el que participaron múltiples actores de la sociedad civil y que permitió la aprobación de una nueva Constitución de consenso. Esta Constitución – aclamada como una de las más progresivas del mundo – daba un amplio margen al Parlamento para que este acuñara una Ley Electoral en la que sin embargo no se fijaba un calendario, lo que no hizo sino atizar la incertidumbre que hoy en día reina en el país.
A pesar de que Túnez es hoy testigo de la creación de una vibrante escena política, con más de 100 partidos y 1.300 candidatos registrados, las encuestas apuntan a que crece la desconfianza de los ciudadanos hacia los partidos políticos, y en particular hacia Ennahda, como consecuencia de sus tejemanejes a la hora de formar alianzas como la Troika en el poder y reaccionar ante acontecimientos clave. El partido islamista se ha visto obligados a hacer concesiones en numerosas ocasiones, sobre todo en referencia a su objetivo declarado de instaurar la supremacía de la ley islámica, principalmente como consecuencia de la pérdida de popularidad de los islamistas en Egipto, pero también por la creciente presión proveniente de Occidente y del propio pueblo tunecino. Como muestra de buena fe, el antiguo Primer Ministro Ali Larayedh aceptó dimitir el pasado octubre, poniendo así fin al reinado del partido islamista en línea con un aclamado acuerdo de transición.
De hecho no son pocos los que creen que se ha logrado una mayor estabilidad con el actual gobierno de tecnócratas, gracias a unas mejores cifras del turismo, a una serie de reformas económicas y a la mejora de la seguridad. El bajo número de votantes registrados – 5,3 de 7,5 millones, y ello solo gracias a los titánicos esfuerzos de la Comisión Electoral – no hace sino reforzar esta sensación, cuando lo necesario es asegurar una elevada participación y garantizar una mínima dosis de legitimidad para este nuevo sistema. Los tunecinos insatisfechos lo tienen claro: las promesas de políticos de una y otra estirpe no han sido cumplidas.
Las quejas del electorado se refieren a varios aspectos, pero destaca una cierta obcecación – más que comprensible – con la seguridad, resultado de la inestabilidad tanto regional como interna. Esta última ha encontrado en los asesinatos políticos – principalmente de Chokri Belaid y Mohamed Brahimi, pero también del último, el de Mohammed Ali Nasri – su principal encarnación. Los salafistas han sido acusados de gran parte de la desestabilización, y siguen siendo una fuerza a tener en cuenta. Túnez no es inmune a la extremización que hoy en día carcome la región, y la violencia se ve concentrada en la montaña de Chaambi, donde operan los militantes yihadistas del grupo Ansar Al-Sharia, afiliado a Al-Qaeda. Desde 2012, varios soldados han sido asesinados y decenas de heridos. Se ha hablado incluso de una amenaza terrorista que ponga en peligro las propias elecciones, ante lo cual se han incrementado dramáticamente los dispositivos de seguridad. Todo ello ha avivado el debate sobre la necesidad de una nueva ley antiterrorista, dado que la anterior tenía como principal fin favorecer la represión del antiguo régimen ante la mínima señal de disenso. De acuerdo con estimaciones del Ministerio del Interior, 2400 tunecinos se han desplazado a Siria, la mayor parte de ellos para luchar en las filas del Estado Islámico.
La situación económica de Túnez podría también ser calificada de desesperante para algunos, herencia de los inexistentes esfuerzos para favorecer el desarrollo del interior del país durante la época de Ben Ali, en la que la gran mayoría de inversiones públicas y privadas iban dirigidas a las zonas costeras donde se concentra la población. La adopción de las medidas que todo el mundo necesarias ha sido retrasada una y otra vez: atraer la inversión de la ribera norte del Mediterráneo, controlar una inflación del 6% que ahoga el consumo interno, reducir los subsidios, y sobre todo luchar contra un desempleo rampante que afecta muy particularmente a los jóvenes – se estima que el desempleo juvenil es de un 30%. En un reciente sondeo del Pew Research Center, el 88% de los encuestados describieron la situación económica de Túnez como “mala”, mientras que 56% la describieron como “muy mala”. Los tunecinos ya disfrutaban de una considerable dosis de libertad cuando tomaron las calles en 2011, en donde entonaron cantos contra una situación indigna desde el punto de vista socio-económico y una desigualdad rampante simbolizada por la corrupción en el seno del régimen. Unos gritos que hoy nadie parece recordar.
Las elecciones de 2011 determinaron la identidad de aquellos que a su vez moldearían la escena política tunecina. Estas elecciones encumbrarán en el poder a aquellos que determinarán las políticas sociales y económicas de las que dependerán las vidas de sus ciudadanos durante los próximos cinco años. Mientras que los tunecinos se lamentan de que sus demandas no han sido escuchadas, los políticos les acusan de albergar expectativas no realistas. La realidad es que tanto políticos como ciudadanos se enfrentan a lo que sociólogos denominan “curva de aprendizaje”, y lo que está claro es que Túnez necesita dejar atrás el sectarismo político y recuperar la política per se, caracterizada por la competencia sana. Sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución erigió un equilibrado sistema de pesos y contrapesos que requiere la colaboración de todos los actores políticos. Y eso hasta ahora resulta complicado: las plataformas electorales no son claras ni presentan programas coherentes y los candidatos independientes – a los que les resultará más fácil llegar al escaño gracias a una Ley que claramente les favorece – se presentan como neutrales sin quedar claro si en verdad lo son. De acuerdo con la encuesta del Pew Centre antes citada, “únicamente un 48%de los ciudadanos dicen ahora que la democracia es preferible a otros tipos de gobierno, frente a un 63% que señaló lo mismo dos años atrás. No todo son datos negativos, y la sociedad civil ha presentado una Iniciativa esperanzadora:, “Ntalbek w Nhasbek” que monitoreará si las promesas de los políticos han sido cumplidas o no.
Contrariamente a lo que muchos pueden pensar, el gran debate cuando se aprobó la Constitución no giraba en torno a la aplicación de la sharia, sino en torno a la opción de inhabilitar a los antiguos miembros del Gobierno, lo que no se llegó a hacer en nombre del consenso y la reconciliación. El riesgo era claro – el retorno de los vestigios del régimen de Ben Ali, llamados azlem – y se ha hecho realidad. Por primera vez desde la Revolución del Jazmín, varios simpatizantes del antiguo dictador han creado partidos políticos y seis antiguos miembros de Rassemblement Constitutionel Démocratique – partido de Ben Ali – se van a presentar a las elecciones al Presidente, puesto que – a pesar de la carga emocional – conlleva una serie de competencias extremadamente limitada si se compara con las competencias anterior. De hecho, mucho se habla de nombrar a un Presidente de consenso. Ennahda descarta presentar un candidato y aprueba esa opción, pero sus principales rivales, los secularistas de Nidaa Tunis no, lo que no hace sino poner de relieve el pragmatismo de los islamistas. El líder de éstos, Rashid Ghannouchi, ha caldeado aún más el ambiente declarando que su partido estaría dispuesto a formar un partido de coalición con líderes seculares, incluyendo incluso a antiguos oficiales. Estos últimos declaran contar con la experiencia política necesaria, estar comprometidos con el bienestar del país y haber aprendido la lección, aunque sus perdones – como el de Abderrahim Zouari, juzgado sin ser condenado – puedan sonar a hueco para algunos
Túnez sigue siendo alabado como modelo para el resto de la región y, de acuerdo con The Economist, destaca como el único país árabe enteramente democrático. Pero una Constitución progresista no es suficiente, y en realidad Túnez nunca ha dejado de ser un laboratorio – una democracia transicional o una democracia start-up (tal y como la denomina The Atlantic Council) en el que las próximas elecciones serán un test clave. Una prueba, tras una semana de apasionados discursos y simulacros de elecciones, tanto para sus políticos como para una ciudadanía que todavía – todos ellos – aprenden a comportarse como tal.
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