“Al igual que el cuerpo, el espíritu tiene necesidades. Las de aquél constituyen los fundamentos de la sociedad, des de éste son su recreo. Mientras el gobierno y las leyes subvienen a la seguridad y al bienestar de los hombres sociales, las letras y las artes, menos déspotas y quizá más poderosas, extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro que los agobian, ahogan en ellos el sentimiento de la libertad original para la cual parecían haber nacido, los hacen amar su esclavitud y los transforman en lo que se ha dado en llamar pueblos civilizados”.
Ciertamente acertadas las palabras de Rosseau. Con ellas, nos muestra las distintas necesidades de cuerpo y espíritu. Las del cuerpo, es decir, aquellas que proporciona la supervivencia e impulsa el desarrollo de sociedades y gobiernos. Pero los humanos como seres compuestos por un ente diferenciado del cuerpo buscamos algo más que la mera supervivencia. Necesitamos más y pasamos la vida buscando ese algo desconocido que, con absoluta certeza, nos hace falta. Buscamos placer, diversión, belleza… Cualidades que encontramos en las artes y las ciencias tal y como nos advierte Jean-Jacques Rosseau en su discurso y, que adornan las cadenas de hierro impuestas por el sistema en su función de garantizar la supervivencia de la sociedad.
¿Exactamente dónde encontramos estas cualidades dentro de las artes y las ciencias? En la cultura.
Pero, ¿qué entendemos por cultura? A lo largo de la historia de la humanidad ha habido varias interpretaciones de este concepto, relegándolo a las expresiones artísticas propias de una clase social concreta u otra. Si todas las personas estamos compuestas por cuerpo y espíritu, también todas tenemos el mismo derecho y necesidad de alimentar las dos partes.
Volviendo a la pregunta sobre qué es cultura y, teniendo en cuenta que es (o debería ser) un derecho transversal en la sociedad como seres humanos merecedores de algo más que la mera supervivencia, se podría definir como: toda expresión artística o social; las costumbres, la lengua, los rituales o las normas de comportamiento dentro del tejido social además, de las infinitas expresiones de cada disciplina artística.
Según este entender de la cultura, podríamos hablar de cultura cuando hablamos de cualquier obra representativa de las corrientes artísticas más influyentes a lo largo de la historia como la Gioconda de Leonardo Da Vinci en el Renacimiento, la obra literaria Don Juan de Jean-Baptiste Poquelin en el Neoclacisismo, la escultura Estibadores de Constantin Meunier en el realismo, La noche estrellada de Vicent Van Gogh en el postimpresionismo, Le Fontaine de Michael Duchamp en el dadaísmo y un largo etcétera de obras presentes en el colectivo imaginario. Pero también tienen cabida otras expresiones como un grafiti, el ritual a la hora de comer de una comunidad, la transmisión de cuentos orales entre generaciones, las costumbres y fiestas tradicionales de los pueblos e incluso los patrones de comportamiento dentro de ellos que suponen toda un lenguaje no verbal dotado de tanto significado como el verbal.
Si seguimos tirando del hilo, podemos preguntarnos si los propios artistas son conscientes de esta necesidad de arte para alimentar el espíritu de las personas o es una mera expresión aleatoria a la cual, posteriormente le hemos otorgado esta función. Un buen ejemplo para intentar responder esta pregunta es el poeta Rubén Dario, quién esconde filosofía detrás de sus poemas. En la obra Lo Fatal podemos percatar cómo nos lleva a un tema recurrente en la historia de la filosofía: la angustia de la existencia. Un tema del que también ha hablado Schopenhauer, Albert Camus o Kierkegaard entre otros.
Lo fatal (Rubén Darío)
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura, porque ésa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
¡ni de dónde venimos!
La consciencia, la más pesada desgracia y el más acertado pensamiento del ser humano. Una vez conscientes de todo lo desconocido, de todo aquello fuera de nuestro control y de las más estrechas cadenas impuestas por el sistema que previamente veíamos en Rousseau, solo nos queda la cultura para adornar las cadenas una vez conscientes de la existencia para mitigar la angustia intrínseca en ella.
Ahora bien, esta cultura entendida como un derecho transversal para todo el tejido social y que va desde una fotografía o un grafiti en la calle a la obra más famosa cotizada del Prado o el Louvre. Porque toda expresión artística alimenta el alma o, en palabras de Rosseau el espíritu, para cumplir con las necesidades propias de esta parte de la persona y llevarla a su más plena realización, al igual que las leyes llevan a la sociedad a su más pleno desarrollo.
¿Y si nos tomamos igual de enserio garantizar el alimento para el cuerpo como para el espíritu a través de la cultura, no sería esto una forma más de garantizar el desarrollo de los individuos y, a su vez, de la propia sociedad?
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