Cuando se trata de América Latina y el Caribe, encontramos dos constantes principales que más eco hacen en los análisis que se (re)producen en el exterior de la región. Por un lado, que el subcontinente forma en sí mismo una unidad problemática, un constructo geosocial homogéneo en el que las diferencias culturales sólo son perceptibles en dimensiones reducidas, intrascendentes para alimentar las explicaciones de los problemas que aquejan a los cuerpos sociales americanos; y por el otro, que su condición tercermundista, subdesarrollada, autoritaria, bárbara y violenta es consecuencia lógica del funcionamiento de la correlación de fuerzas internas a cada sociedad.
En este sentido, al elucubrar sobre el por qué del atraso de la región, sobre las causas que impiden que las sociedades latinoamericanas y caribeñas alcancen el grado de civilización de Europa Occidental o de Estados Unidos, lo primero que sale a relucir es que desde el Río Bravo, en México; hasta el Cabo de Hornos, en Chile; los gobiernos latinoamericanos no han sabido construir instituciones como las occidentales, pero, sobre todo, que no han sabido lidiar o, de alguna manera, superar prácticas culturales, económicas y gubernamentales heredadas por los pueblos precolombinos. Así pues, del fatalismo racial, de la irremediable condición pre-civilizada —nociones como tercer mundo, subdesarrollo y, en vías de desarrollo apuntan a ello— de los cuerpos sociales americanos se transita a afirmaciones que sentencian que América Latina y el Caribe es una región inherentemente populista, burocrática, corrupta, clientelista, violenta, autoritaria, drogadicta, delincuencial y demagógica.
Por ello, cuando la región vivió, en el siglo XX, sus ciclos populistas, entre los años treinta y cincuenta; los autoritarios, entre las décadas de los cincuenta y sesenta; los dictatoriales, los siguientes dos decenios; y los guerrilleros, las últimas cuatro décadas del siglo; no sorprende encontrar análisis que lo reducen todo a la falta de pesos y contrapesos en los poderes gubernamentales, de instituciones sociales sólidas y transparentes, de respeto por el Estado de Derecho, de aplicación de la ley, de ejercicio efectivo de derechos electorales o de regímenes de propiedad privada y competencia mercantil autorregulados. Porque al final de esas sentencias hay una explícita exigencia de adoptar, en fast track, las formas políticas (en el sentido más amplio de la palabra), las normas de convivencia y los procesos de construcción de la vida comunitaria de sociedades que se autoproclaman tipos ideales a seguir.
El problema con proceder de esta manera —y no sólo en la comprehensión de América Latina y el Caribe, sino en la de cualquier otra región con sus propias diversidades y procesos históricos que le dieron vida—, es que se niegan (o se ignoran) dos movimientos espacio-temporales que, en el desenvolvimiento de la cotidianidad de los individuos pertenecientes a estos cuerpos sociales, son irrenunciables. El primero de ellos es que en la heterogeneidad de expresiones culturales de la región se debate la validez de su propio proyecto existencial frente al curso de una civilización moderna capitalista que niega, de manera permanente, algo más que sus usos y costumbres. El segundo, que América Latina y el Caribe es el territorio sobre el cual se construye la hegemonía de Estados Unidos dentro de esa civilización.
En efecto, la diversidad de culturas en el mundo es basta, y cada continente cuenta con su propia multiplicidad y heterogeneidad de las mismas. Sin embargo, en las poblaciones que son producto de la imposición colonial europea —y a pesar de los quinientos años que median entre la génesis de ese proceso y la actualidad—, tiene lugar un conflicto ininterrumpido entre la existencia y las formas políticas y productivo/consuntivas de los pueblos originarios y el avance avasallador de un modelo de sociedad que se erige a sí mismo como la mejor forma de sociabilidad posible en el curso de la humanidad por alcanzar su clímax. Y la cuestión es que, dentro de ese avasallamiento, la American Way of… se autoedifica como la mejor versión de una moral, de una ética, de unas prácticas políticas y económicas, de un Saber y un Ser/estar en el mundo.
Por eso la historia del subdesarrollo latinoamericano es la historia de la transferencia de excedentes de la periferia al centro de la economía-mundo moderna capitalista —o lo que, de manera justa, los latinoamericanos denominan explotación colonial. Pero también, que la historia de los caudillos y las juntas militares sea la de la securitización de la administración pública que permita a Estados Unidos mantener su actividad comercial en la región. O que la historia de las guerrillas latinoamericanas sea la de la resistencia en contra del neoliberalismo; la historia de la oposición afrodescendiente, indígena y popular en contra del extractivismo, de la privatización de los recursos naturales, de la imposición de formas de gobierno procedimentales y de sistemas de producción y consumo sustentados en la mercantificación de la vida.
Así pues, cuando los pueblos de América acusan al imperialismo, al colonialismo y al neoliberalismo, lo hacen teniendo en mente esta historia de sujeción: la de las dictaduras de seguridad nacional que los servicios de inteligencia estadounidenses implantaron en sus países para asegurar las cadenas de producción y suministro mercantiles, la de la paramilitarización y la contrainsurgencia empleadas para hacer desaparecer comunidades indígenas enteras y, sobre todo, la de una izquierda domesticada, adoctrinada para funcionar sólo como pantalla de oposición, como velo progresista que, empleando un lenguaje que apelaba a las reivindicaciones sociales, a la redistribución de la riqueza y al respeto a las autonomías disfrazó la militarización y el extractivismo.
Quizá por ello valga tanto la pena, ahora que el mundo de las refinadas cuestiones de la diplomacia y la alta política institucional se regodea con descaro en los festejos de los veinticinco años de la adopción de los Acuerdos de Paz de Chapultepec —por los cuales comenzó la pacificación del conflicto guerrillero en El Salvador—, qué tanto de dicho proceso fue la pacificación de un conflicto alimentado por las armas y los recursos financieros provenientes del complejo científico-financiero-militar estadounidense; y qué tanto fue la consecución de un Frente Farabundo Martí de Liberación Nacional institucionalizado, despojado de la apoliticidad contenida en sus demandas.
Porque, si bien es cierto que la sangre derramada, que las muertes y las desapariciones son brutales, también lo es que el shock permanente que el ajuste estructural desplegado sobre toda Centroamérica, en general; y en El Salvador, en particular; no ha sido un sendero menos dramático. De ello da cuenta lo insostenible que es el conflicto entre diversas pandillas que se disputan el control de los flujos ilegales de enervantes y recursos monetarios. Y es que el hecho de que, con la firma de los Acuerdos, se desmovilizaran contingentes guerrilleros y miembros de los cuerpos castrenses del Estado-nacional no implica que el conflicto o la violencia que éste desdoblaba sobre la población no adoptasen nuevas formas y canales de transmisión.
Hoy la milicia parece un mito en la conciencia de quienes adoptaron las formas cortesanas y la corrección política para controlar el aparato gubernamental del país. No obstante, ni los indicadores de desarrollo económico o de eventos violentos ni la brutalidad de las prácticas a través de las cuales se priva de la vida a las personas se han modificado. Por el contrario, desde donde se mire, el conflicto salvadoreño continúa devastando comunidades enteras, expulsando a miles de humanos fuera de los límites territoriales del país, reduciendo la esperanza de vida de los infantes y engrosando las filas de la Mara Salvatrucha y el Barrio 18.
En este sentido, no debe perderse de vista que la paz en una sociedad no es cuestión de mero formalismo jurídico (es decir, de conceptualizaciones jurídicas en torno a lo que se entiende por guerra y lo que se entiende por paz); y mucho menos de disputa por el control del aparato institucional del gobierno nacional. Los Acuerdos de Chapultepec le recuerdan a la América lo atroz que es el intervencionismo estadounidense en la región cuando se trata de mantener la vigencia de su dominación de espectro completo; sin embargo, el desarrollo de la sociedad salvadoreña, desde 1992, muestra al mundo que la desarticulación social de un pueblo entero no transita necesariamente por la presencia y enfrentamiento de dos cuerpos militares definidos en bandos opuestos.
Obliga, por consecuencia, a cobrar consciencia de que la firma de instrumentos jurídicos, que el reformismo de izquierda, y que el crecimiento económico por goteo no son suficientes para detener el empuje que las reivindicaciones populares precisan para hacer valer la vigencia de sus proyectos comunitarios. Elevar la inversión extranjera poco cuenta cuando la producción se concentra en un número reducido de capitales; el reparto agrario en nada impacta a la comunidad cuando el modelo es latifundista; incrementar los niveles de mano de obra especializada no cambia nada cuando lo único que hace es mantener la distribución espacial-temporal del trabajo maquilero/manufacturero; y votar por la oposición partidista mantiene todo igual mientras el esquema de producción/consumo de bienes se mantenga intacto.
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