Isidra García Hernández pela cacao en el patio de su casa de Xaltianguis (Acapulco, México, 6.965 habitantes) mientras recuerda, aun temblando, cómo el pasado cinco de septiembre tuvo que abandonar su pueblo junto a sus cinco hijos menores.
Era un día lluvioso, madrugada, habían secuestrado y liberado a su madre el mismo día. Tras varias horas caminando con sus hijos, tuvo que vender dos anillos de oro que guardaba con anhelo desde su 15 cumpleaños para pagar a un taxista que le acercara a Chilpancingo, capital del Estado de Guerrero, el más violento del país.
Las autodenominadas bandas comunitarias, que aseguran velar por la seguridad del municipio, tienen, según fuentes locales, estrechos lazos con el crimen organizado. Este pequeño pueblo es una de las principales arterias para la distribución de droga proveniente de los cultivos de marihuana y amapola que se dan en la Sierra Madre del Sur o Filo de Caballo, como la apodan los lugareños.
Los fuertes enfrentamientos entre la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero (UPOEG), que tenían el control desde hace años y Los Dumbos, acabó con la victoria de estos últimos, que desde que llegaron el pasado mes de mayo instauraron el terror, provocaron una oleada de desplazados, desapariciones y violencia que desembocó en la intervención de la Marina mexicana, la policía estatal y la municipal.
El pueblo está mudo. Por miedo o desconocimiento, nadie responde. Cada mototaxi, cada vendedor ambulante y cualquier persona presente en el mercado es sospechoso de ser un halcón, como denominan a los miembros de las bandas infiltrados en el municipio.
“Siguen por aquí rondando, la situación todavía está tensa”, asegura un agente estatal que vigila la comandancia.
El pasado mes de mayo se desató una oleada de violencia en el pueblo, a solo 40 kilómetros del paraíso tropical y turístico de Acapulco. La banda de Los Dumbos -brazo armado del grupo Tlacotepec- realizó una ofensiva contra la UPOEG. El enfrentamiento terminó con tres muertos y cuatro heridos. Las imágenes hablaban por sí solas. Coches quemados, barricadas, pistoleros en las azoteas de las viviendas y balaceras instauraron el terror y una imagen de zona de guerra en esta pequeña población.
Los dos operativos que se han realizado hasta que las autoridades tomaron el control a mediados de noviembre han acabado con 35 detenidos, 25 de Los Dumbos y diez de la UPOEG, además de órdenes de aprehensión contra todos los integrantes de ambas bandas.
El conflicto ha desembocado en una oleada de desplazados hacia lugares como Chilpancingo, Querétaro, Ciudad de México o Estados Unidos. Al menos 65 familias han tenido que abandonar sus casas debido a la inseguridad y las amenazas. A pesar de los reportes locales sobre la vuelta de unas 200 personas a finales de noviembre, apenas unas pocas familias han decidido quedarse. La mayoría llegaron, encontraron sus casas saqueadas o incluso quemadas, las cerraron con candados y se volvieron a ir.
Yolanda Hernández, madre de Isidra, ha sido una de las pocas personas que ha vuelto a su hogar. Entre lágrimas y preocupación, describe cómo varios integrantes de Los Dumbos la secuestraron durante 10 horas el pasado cinco de septiembre en la comandancia del pueblo. Tras una ofensiva fallida de la UPOEG desde la sierra para recuperar el territorio, la banda contraria sospechó que la familia les había dado cobijo y alimentos al grupo rival, algo que la señora Hernández niega tajantemente.
“Vinieron sobre las cuatro de la tarde y con las caras tapadas. Muy agresivos y asegurándome que o les decía dónde estaba mi marido o me llevaban a mí. A los chavos, que se escondieron en el baño, les apuntaron con las armas. Pero no les dije nada. Mi marido es campesino, trabaja en la milpa y es de lo que vivimos. Nunca nos hemos metido en problemas con nadie”.
Según narra Hernández, en la comandancia había encerradas unas diez personas, entre las que había varias mujeres. Algunas, según cuenta, llevaban meses allí, encadenadas y obligadas a estar de rodillas día y noche y recibiendo golpes por supuestamente simpatizar con la UPOEG. Los Dumbos desde su llegada, según explican ciudadanos locales, también se han dedicado a reclutar forzosamente a los jóvenes del pueblo a sus filas. Si se negaban los retenían, los hacían desaparecer o los devolvían a su hogar con la condición de que toda la familia huyera del pueblo. A Hernández alrededor de las dos de la madrugada la soltaron.
– “Mañana no la queremos ver por aquí. Ni a usted ni a su familia. Si siguen aquí no respondemos”, asegura Hernández que le dijo uno de los integrantes de la banda.
Hernández recuerda durante su retención forzosa en la comandancia las vejaciones y amenazas constantes que casi no cesaron contra ella ni contra las demás personas privadas de su libertad.
-“Le importas un chingo a tu marido ¿eh?, ni se ha dignado a venir para ver cómo estabas”, le decían con tono provocativo minutos antes de soltarla.
Hernández, una vez liberada, acudió a su casa y vio que su hija Isidra había huido con los niños. Pero antes de huir avisó a su padre, que por temor se resguardó en la sierra.
Cuando Hernández llegó a su domicilio llamó a su marido y se reunieron. Con los papeles de la casa, la identificación de sus hijos, nietos y la ropa que llevaban puesta bajaron el cerro de madrugada durante cuatro horas hasta que dieron con un taxi que los llevó a Chilpancingo, donde vive una de sus dos hijas. Allí, donde aún permanece su marido, estuvo tres meses hasta que decidió volver.
“Claro que tengo miedo. Aunque estén las autoridades, ¿qué vamos a hacer cuando se vayan? ¿Alguien piensa que se van a quedar aquí para siempre?, en Chilpancingo mi hija nos ofrece un techo, pero no puede alimentar a toda la familia. Nuestra vida y trabajo están aquí”, lamentaba entre lágrimas.
Isidra asegura que volvió antes porque en Chilpancingo no había apenas hueco para ella y sus hijos. Decidió volver a Xaltianguis, donde encontró cobijo junto a sus cinco niños en casa de una vecina.
“Fueron dos meses en los que mis hijos perdieron clase y vivíamos gracias a que la señora nos hacía el favor de vendernos la poca ropa que teníamos. Pero hasta que no llegaron las autoridades no pudimos poner un pie en la calle porque las amenazas continuaban e incluso sobrevolaban nuestra casa con drones”, explica describiendo el nivel de armas y tecnología que tenía el grupo.
La tensión del padre Ángel, sacerdote del pueblo, describe a la perfección el momento por el que pasa Xaltianguis. Desconfiado, midiendo las palabras, suspirando y pensándose cada respuesta.
“Han aumentado las desapariciones. Esta semana ha habido dos enfrentamientos que han acabado con dos muertos y las autoridades han encontrado una fosa con tres cuerpos. Claro que tenemos miedo, pero es muy peligroso hablar sobre la situación”, argumenta el sacerdote.
El pueblo está casi desierto. Con la Marina en las dos entradas y las patrullas estatales rondando cada esquina. Las mototaxi pasean en bucle de lado a lado, atentos a las novedades y extraños que lleguen al municipio. La señora Moncada llora la desaparición de su hermano Juan Carlos, de 26 años y en paradero desconocido desde el mes de septiembre. No quiere imaginar que sea uno de los cuerpos que encontraron en las fosas a finales de noviembre. También lamenta las ventas mínimas de su tienda de comestibles ante el desplazamiento forzado de centenares de clientes suyos a causa de la violencia.
-¿Por qué pelean tanto Xaltianguis? ¿Qué tiene este pueblo?
Ningún ciudadano sabe responder a esa pregunta.
Esta es una crónica sobre el terreno sin ánimo de lucro.
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