Hablar de comercio justo, de bosques sostenibles o de alimentos orgánicos era algo excepcional hace tan solo unas décadas. Sin embargo, la apresurada globalización y la pérdida del tradicional vínculo con nuestros proveedores —cuando empezó a ser más fácil comprar tomates de Marruecos o detergente made in China que productos nacionales— provocaron la necesidad de certificar el origen real de lo que compramos.
Coincidiendo con el crecimiento de la conciencia medioambiental en la sociedad, muchos consumidores ya no se conformaban con saber de dónde venían las cosas, sino que demandaban conocer en qué condiciones habían sido producidas y con qué garantías. Así, las primeras ecoetiquetas nacieron a principios de los 90, cuando los países que integraban la Unión Europea fijaron los estándares mínimos para que un producto pudiese llevar el rótulo de “ecológico”.
Un caso referente fue la Etiqueta Ecológica Europea (EEE), creada en 1992 por la Unión Europea como uno de los instrumentos de ayuda más importantes para que las empresas y los consumidores mejorasen su actuación ambiental. Su objetivo era promover de forma diferenciada aquellos productos que tratasen de reducir los efectos medioambientales adversos —en comparación con otros productos de su misma categoría—, contribuyendo a un uso eficaz de los recursos naturales y a la protección del medio ambiente.
Para ello, un productor, ya fuera de zumo de naranja o de papel higiénico, decidía voluntariamente someterse a los requisitos de certificación de la Unión Europea a cambio de obtener un logo oficial que mostrar en sus artículos y que orientase a los consumidores a la hora de la compra, proporcionando información exacta, no engañosa y con base científica sobre dichos productos. En marzo de 2018 la Unión Europea había concedido casi 2.000 licencias a diferentes productos y servicios disponibles en el mercado.
Este tipo de etiquetas se popularizaron por todo el mundo, saltando del ámbito inicial de los productos químicos y de limpieza al alimentario y de ahí en adelante a un gran espectro de sectores. Disponemos hoy en día de certificaciones a niveles nacionales e internacionales, fomentadas por gobiernos, organizaciones sin ánimo de lucro, colectivos sociales o empresas privadas. También se han ampliado sus ámbitos de protección mucho más allá del de los productos “eco-friendly” de forma genérica, existiendo hoy sellos mucho más específicos, siempre con un propósito de fomentar de alguna manera la sostenibilidad, la ética y la transparencia.
Ejemplos que funcionan
Hay certificaciones que han hecho una gran labor de divulgación y han logrado convertirse con los años en referentes internacionales. Es el caso del sello de Fairtrade o Comercio Justo, que promueve que aquello que se importa de países en vías de desarrollo respete los derechos laborales de los pequeños productores y granjeros locales y beneficie al progreso social y económico de su comunidad. Otro ejemplo es Agricultura UE, etiqueta que se otorga cuando al menos el 95% de los ingredientes presentes en un alimento se han cultivado siguiendo sistemas ecológicos que respetan los ciclos naturales y la biodiversidad.
FSC (Consejo de Administración Forestal) nos ha mostrado la importancia de gestionar los bosques del planeta de forma sostenible y con una visión a largo plazo para que nuestro consumo de papel y derivados no arrase con ellos. Al igual que MSC (Consejo de administración marina) ha creado conciencia acerca de la importancia de consumir pescado y marisco pescados de forma sostenible si queremos seguir teniendo reservas en el futuro.
El punto verde, por su parte, identifica artículos cuyos productores pertenecen al sistema de buenas prácticas de envasados de consumo para su posterior reciclaje. Y así una larga lista en continuo crecimiento.
Cuando no sabemos de quién fiarnos
Las ecoetiquetas han sido fundamentales como herramienta para crear conciencia sobre el impacto social y medioambiental de las largas cadenas de producción detrás de lo que consumimos. Es cierto que han logrado generar un cambio en los comportamientos de compra de muchos consumidores, y sin embargo, la reciente proliferación y fragmentación de estas certificaciones está creando escepticismo entre otros muchos compradores que ya no saben de cuáles fiarse.
Según el Ecolabel Index, son ya 463 las ecoetiquetase registradas, pertenecientes a 199 países y 25 industrias diferentes. Pero no debemos dejarnos abrumar si vemos logotipos desconocidos. Siempre que sea posible, merece la pena preguntar por ellos en los establecimientos o informarnos por nuestra cuenta.
Una vez tengamos ubicadas las certificaciones que más nos interesan, bien por nuestros hábitos de compra o por nuestras inquietudes sociales, se convertirán en nuestras aliadas para protegernos de la publicidad sesgada e identifiquemos de forma sencilla aquellos productos que cumplen con los requisitos que buscamos; en cuanto a justicia laboral, responsabilidad social, cuidado medioambiental, salud, etc.
Peligro de greenwashing: Se denomina greenwashing a la práctica extendida entre algunas empresas de publicitar sus productos y servicios como “sostenibles”, “ecológicos”, “naturales”, y otros adjetivos similares, sin probar de forma alguna estos atributos. Habitualmente estas compañías invierten mucho más dinero en marketing para hacernos creer que son respetuosas con el medio ambiente que en tomar realmente medidas medioambientales. Se trata de una forma legal, pero de dudosa moralidad y corto recorrido, de influir en nuestras decisiones de compra y competir con los productos que sí prueban ser lo que dicen.
¿Te suena alguno de estos logos?
Como decimos, existen sellos cuya imagen puede sernos menos familiar pero que hacen una labor igualmente importante, quizás en otras áreas de la cadena de producción de nuestros bienes de consumo que no solemos tener en cuenta. Te damos a continuación algunos ejemplos interesantes de estas etiquetas menos populares. ¡A ver si adivinas alguna!
Global Recycle Standard. Se trata de un sello para compañías textiles que crean o venden productos con material reciclado y se comprometen además a restringir los químicos peligrosos de sus procesos y seguir buenas prácticas sociales y medioambientales.
EKOenergía. Las zanahorias, cremas hidratantes y productos variados que encuentres con esta ecoetiqueta acreditan haberse producido solo con energía renovable y respetuosa con la biodiversidad local alrededor de las plantas eléctricas.
Eco Hotels (EHC). Certifica aquellos hoteles y empresas de turismo que operan de manera sostenible, ecológica y fundamentalmente regional, teniendo en cuenta su uso total de recursos y sus emisiones de CO2.
Transport a la voile (TOWT). Este curioso sello certifica que determinados productos como ron, café o cerveza, que se comercializan de América a Europa y viceversa, hacen ese tránsito transatlántico en auténticos barcos de vela sin emisiones a la atmósfera (y con un mes estimado de trayecto marítimo).
Cada día es mayor la oferta de productos y servicios a los que tenemos acceso, tanto en alimentación y bebidas como en moda, tecnología, estancias vacacionales, etc. Esto nos da la gran ventaja de poder escoger qué nos convence más, poniendo tantos criterios y tan particulares como nos apetezca, pero también nos otorga la responsabilidad de dedicar el tiempo y esfuerzo a hacer una decisión consciente o, por lo menos, informada. En la economía global en la que vivimos, donde pocas veces conocemos bien a quién compramos y aún hay muchas marcas que priman el beneficio a la sostenibilidad, las ecoetiquetas son “por desgracia” necesarias.
Ésta es una explicación sin ánimo de lucro.
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