29/03/2024 MÉXICO

El teatro de la Historia: ¿estamos condenados a repetir nuestros propios errores?

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La historia es cíclica, por más que la aprendamos de manera lineal, ascendente y en la clave del progreso. Como la historia la escriben los ganadores, lo normal es que sea reescrita para que su explicación sea lo más coherente con la situación heredada. Por ello, cuando es estudiada desde el conflicto social, las versiones acaban reducidas a dos historias antagónicas: la de los vencedores, y la de los vencidos. Esto es lo que nos enseña un examen detallado de las dinámicas históricas de crisis y conflicto social.

La historia es cíclica, por más que la aprendamos de manera lineal, ascendente y en la clave del progreso o de la “civilización” que exportamos con orgullo.

La historia se repite dos veces: la primera como tragedia, y la segunda como comedia, decía Marx en El Capital, al comprender que la visión hegemónica de la historia en el XIX, el llamado Evolucionismo, mantenía las mismas posiciones de dominación que mostró la Primera Revolución Industrial y el Imperialismo.

El evolucionismo cultural fue una corriente derivada de el Evolucionismo Darwiniano, y que estableció una “escala de civilización” con la que se justificó el colonialismo y la modernización de las distintas culturas que se descubrieron. Pervive hoy, a veces con eufemismos como el del Desarrollismo o el de la Ayuda Internacional.

Como la historia la escriben los ganadores, hay que comprender que lo normal es que esta sea reescrita y reeditada para que su explicación sea lo más coherente con la situación heredada, razón por la que, cuando es estudiada desde el conflicto social, las versiones acaban reducidas a dos historias antagónicas: la de los vencedores, y la de los vencidos, cuyas circunscripciones varían.

Ilustración: Carlos Latuff, 2008.
Ilustración: Carlos Latuff, 2008.


Por su parte, los grupos culturales también experimentan cambios y pasan, en parte por esas dinámicas internas y en parte por la experiencia subjetiva de los individuos, por fases que el filósofo Oswald Spengler extrapoló de los individuos al conjunto de la sociedad: juventud, crecimiento, florecimiento,  y decadencia.

Por eso, como el historiador Eric Wolf advierte, si se quiere hablar de historia, se debe tener en cuenta que “ni la Antigua Grecia, ni Roma, ni la Europa Cristiana, ni el Renacimiento, la Ilustración, ni la Revolución Industrial, ni la democracia y ni siquiera los Estados Unidos, fueron nunca una cosa impulsada hacia su meta en desarrollo por algún empuje divino inmanente, sino más bien un conjunto de relaciones temporal y espacialmente cambiantes (…)”.


Y por  tanto el presente debe ser leído como un resultado y no como un objetivo de los unos o los otros.

El auge del capitalismo y el crecimiento ilimitado

A finales del siglo XIX hubo una crisis económica, conocida hasta los años 30 como The Great Depression por ser la más grande que se había conocido entonces,  y que parecía presagiar los errores a evitar en el futuro.

En 1873 se produjo una importante crisis económica tras el largo período de bonanza económica que siguió al final de la Guerra de Secesión (1865) y a la Revolución Industrial en un país joven, lleno de ideas, poco constreñido por la presión demográfica y con grandes extensiones de tierra apropiable. Cayó la confianza en los mercados y se rompió el círculo inflacionista.

Índice de beneficio mundial producido entre 1869 y 2007.
Índice de beneficio mundial producido entre 1869 y 2007.



Los bancos y prestamistas no pudieron recuperar las inversiones cuyos valores se presentaron inicialmente como seguros, y dejaron de conceder préstamos generando una espiral de caídas y bancarrotas que se prolongaría hasta 1896, que provocaría una caída de los precios agrícolas y grandes movimientos de la población rural. También afectaría seriamente a las economías europeas.

Se había recuperado la confianza en los mercados, y las inversiones alcanzaron cotas nunca vistas por la reconstrucción y los adelantos tecnológicos y científicos. Poco más de treinta años más tarde llegó la peor crisis (puramente) económica que hasta entonces se había conocido. En el crack del 1929 terminó la década de bonanza posterior a la Primera Guerra Mundial, los llamados “Felices años veinte“, caracterizados por la rápida industrialización de la postguerra y la consolidación de los Estados Unidos como potencia mundial.

Pero la sobreproducción como “crisis de realización” (al no completarse la venta) surgió de la incapacidad de los consumidores para absorber el conjunto de mercancías producidas y se llegó, nuevamente,  a un colapso financiero con consecuencias a nivel mundial.

Sin embargo, con el New Deal de la Presidencia de F. D. Roosevelt y las políticas de empleo de John Maynard Keynes, los resultados positivos llegaron relativamente rápido y el hoy conocido como el Estado del bienestar se extendió de forma diversa por gran parte de Europa y Estados Unidos.

Así el Estado contribuía a que los ciudadanos tuvieran un nivel adquisitivo suficiente para el tamaño de las economías, acceso a la educación y pensiones de jubilación; también proponía una devaluación controlada de la moneda con el objeto de conservar niveles mínimos de consumo. Y aunque estas medidas sean habitualmente consideradas intervencionistas por el liberalismo, no lo eran para Adam Smith, quien veía en el Estado el árbitro entre la población y el capital, aunque sus escritos hayan sido reinterpretados a conciencia.


Allí donde hay grandes patrimonios, hay también gran desigualdad“.

Adam Smith.

"La historia se repite"
“La historia se repite”


Llama la atención que las tres grandes crisis de sobreproducción (y del capitalismo) se hayan gestado en Estados Unidos (su principal estandarte) , y habiendo seguido exactamente la misma secuencia de:

  1. Un período de bonanza, de gran confianza en los mercados y altísimas concesiones hipotecarias y crediticias.
  2. Crecimiento de precios (inflación), salarios y políticas sociales.
  3. Una fuerte contracción de la economía a raíz de la explosión de la burbuja, con el consiguiente aumento de medidas proteccionistas.

Y es que posiblemente nos encontremos con un guiño histórico entre tres momentos muy diferentes, aunque presentando matices como son la desregulación de los mercados, la disociación del patrón oro, o los siempre relativos datos sobre la automatización de los procesos y la fuerza de trabajo.

Pero Premios Nobel como Paul Krugman o Joseph Stiglitz siguen defendiendo las tesis Keynesianas y clamando contra las políticas económicas que se está aplicando como respuesta a la crisis actual, aunque los gobiernos prefieren ignorarlos y transformarse en entes abstractos al servicio de sus financistas.

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¿Y qué pasa con España?

El escenario no fue muy diferente en la España de los años 30, salvando algunos matices: el llamado “retraso crónico” español tenía mucho por recuperar en materia económica y tecnológica, y debía afrontar una severa inestabilidad política caracterizada por la corrupción y el bipartidismo, y un cuerpo militar muy costoso y anticuado, además de un movimiento obrero muy fuerte.

La historia de aquellos años es larga y compleja. La conflictividad no era baja, y con cada intento de renovar algunos de los pilares sociales, resurgió la sombra de las dictadura militares.

Por ello, el Republicanismo pretendía reformar la obsolescencia del sistema institucional, y la República llegó con un ansia regeneracionista que planteó:

  • Una Reforma Agraria basada en la modernización y el reparto de los grandes latifundios de la Iglesia y la aristocracia, de cara a revertir una tradición de terratenientes y caciques heredada de los tiempos feudales.
  • Una Reforma Constitucional con la que blindar la igualdad entre las personas, la laicidad de las instituciones, y la prevalencia del interés nacional en materia económica.
  • Una Reforma Educativa con pretensión universal, como parte de un proyecto a largo plazo que sirviera para afianzar la democracia y la conciencia política.

Ahora, hay que aclarar que tanto la Primera como la Segunda República tuvieron gobiernos de izquierdas y de derechas, y que la cuestión territorial ya había terminado con la Primera República (1871-1874) cuando los acontecimientos de 1931 y 1934 amenazaban la unidad nacional. Nuevamente, aunque con matices, es inevitable caer en ciertos paralelismos.

En España la bonanza previa a la crisis fue larga y la caída, rápida; como en los años 30 por el endeudamiento masivo y la ciega confianza en que los precios de la burbuja inmobiliaria nunca bajarían.

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Ilustración: El Roto.


El descrédito de la monarquía, la escandalosa corrupción de la clase política, la lucha por los derechos sociales y el sueño del cambio son perfectamente aplicables al contexto actual.

También lo es la lucha de la Iglesia por capitanear la defensa de la educación y la moral, los discursos en favor de la libertad,  o el monstruoso crecimiento de la ultraderecha en Europa, apelando a la “pureza cultural” y a la sangría económica, pasos previos a la distinción étnica y a la incitación al odio.

Y todo esto invita a concluir que, si bien los actores pueden cambiar, y las situaciones darse con los factores en otro orden, nos acercamos peligrosamente a las mismas líneas rojas que llevaron a uno de los episodios más negros de nuestra historia.

Aumentan las amenazas exteriores, y no de manera fortuita, aunque nos invaden los discursos extremistas entre el miedo, el victimismo y el orgullo patrio, mientras se criminaliza la oposición a una política de derechas en auge.

La polarización de las posiciones deviene evidente como si los dos extremos de la historia no tuvieran nada que ver, y como si los acontecimientos actuales fueran totalmente ajenos a los de la historia reciente.

Entonces, si la historia se repite pero los actores cambian y, como se dice, el capital es gregario y tiende a agruparse cuando se siente amenazado dejando de lado diferencias menos relevantes, podríamos pensar que, o sus dueños reales en realidad no cambian al mismo tiempo que su imagen, o que Thomas Piketty tiene razón cuando sugiere que la tendencia oligárquica va a alcanzar cotas jamás vistas si el capital sigue creciendo más rápido que las economías (aumentando la desigualdad, y en consecuencia la oposición), que es exactamente lo que está sucediendo.

La lección que no llega

Todo esto nos demuestra que el pasado tiene que ser resuelto, que detrás del estudio histórico siempre se esconden dos o más versiones en una lucha permanente, y que los asuntos pendientes terminan reapareciendo como si nunca se hubiesen ido. Un ejemplo claro es la urgente necesidad de revisar la Guerra Civil Española y de investigar los crímenes que en ella ocurrieron.

Y al mismo tiempo nos enseña que debemos cambiar nuestra manera de aprender la historia, y que en lugar de hacerlo de forma lineal y por fechas, debemos observar la manera en que los cambios llegan, si llegan, para así poder identificar a los actores y no a los personajes.

“Nosotros, hombres de la cultura europea occidental, con nuestro sentido histórico, somos la excepción y no la regla. La historia universal es nuestra imagen del mundo, no la imagen de la «humanidad»”

Oswald Spengler.

Tal vez seamos demasiado etnocéntricos al pensar que la historia se repite, cuando en realidad es nuestra historia la que se repite. Y la hemos exportado, impuesto, y reproducido en un brillante epistemicidio, que nos arranca una sonrisa al recordar a George Santayana, quien un día de 1905 escribió:

Aquellos que no conocen su pasado están condenados a repetirlo”.

 

Esta es una explicación sin ánimo de lucro.

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Kenneth Ledgard Weiss

Historiador y Antropólogo, amante de la música, la lectura y los idiomas, le apasionan el estudio de los impactos sociales y el eterno debate sobre cómo la sociedad y el individuo se influyen mutuamente. Ha trabajado en el sector turístico, como profesor, traductor, y en defensa de la Libre Expresión. Tras un recorrido cíclico entre España, Chile y Perú, vive actualmente en Barcelona donde prosigue su carrera en investigación.


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